miércoles, 18 de junio de 2008

Mi vecina

Néstor Enrique Sánchez Arias

¡Vamos tío, a la que quiere fuego se le da candela!, decía Juan Torres, compañero de trabajo, refiriéndose a las mujeres coquetas. De joven lo tuve claro, pero a lo nuestro: “A papaya dada, papaya partida”. Ya hace ocho abriles que vivo en Madrid, España. Las tías con las que he tropezado son frías y dominantes. En cambio, las flores de mi tierra son dulzura y calidez, y en el lecho dejan escapar una leve sonrisa o un prolongado suspiro, encanto que la distancia ha hecho perder.
En julio conocí a Paula Isabel, de eso hace año y medio. La colonia colombiana se reunía en el Palacio de Congresos de Madrid para celebrar el festejo de la Patria. Y allí estaba, relumbrando con su piel blanca y su pelo rubio y abundante. Mientras ella leía La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, yo ojeaba la catedral de su cuerpo: pechos a punto de erupción; cintura a la medida de mis brazos; piernas gallardas y deliciosas. Pero tal vez fue su apatía lo que más me interesó. Ella habita en este Estado desde hace seis. Definitivamente el mundo no es tan grande como parece. Ella del mismo terruño y sólo el destino nos cruzó por estos lares. Hoy cumplimos ocho meses de casados.
Con la esperanza del deleite de los años decidimos regresar a Colombia. Compramos hace poco, a través de la Red, un apartamento en el norte de Neiva. Mi mujer se encaprichó tanto con el inmueble que se cegó ante otros más bonitos y económicos.
―Éste es, éste es y punto ―repetía hasta la saciedad.
No atinaba el encanto que pudiera atrapar aquella propiedad. Con razón anotaba Napoleón que “las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo”. Claro que yo, aunque huí, no gane.
Mi mujer no alcanzó a conocer a mis padres ni yo personalmente a su madre, aunque con la suegra hablé por teléfono un par de veces, tiempo suficiente para entrar al club de los que no gustamos de aquéllas. La vieja es encopetada y poco agradable. Sin embargo, a mi mujer le digo lo que quiere escuchar: “¡Amor, tu mami es divina y me recuerda mucho a mi madre”!
Llegué primero a Colombia. Mi mujer lo hará en dos semanas, pues aún le faltan cosas por arreglar.
—Cariño, cuando regrese a Colombia te daré una grata sorpresa —dijo al despedirse.
Me emocioné tanto que pensé: “¿Estaría embarazada o tal vez le darían una buena liquidación?”. ¡Bueno, sea cual fuere la sorpresa, sorpresa es, por tanto ha de ser agradable!
Toda mi vida he habitado en apartamentos, me gustan por su seguridad y…, bueno, por las vecinas. Uno no sabe cuándo se les ofrezca una tacita de azúcar, o quizás una complaciente manita de fontanería.
Nuestro apartamento se ubica en una edificación nueva. En cada piso hay cuatro viviendas. Dos apartamentos comparten el mismo lado, con otros dos al frente, enlazándose por sus terrazas de barandas anchas en hierro forjado.
Al tercer día de estar allí tropecé en las escalinatas del tercer piso con una mujer, madura por cierto pero de espíritu joven. Me saludó con entusiasmo. La veterana estaba como de combate. Quedé tan deslumbrado que indagué acerca de ella. Era mi vecina. “La cuchi tiene un jurgo de cirugías y no deja títere parado”, comentó el portero. El vecino del primer piso, con el que cruce algunas palabras, dijo: “La mujer tiene tres divorcios encima y no se le conocen hijos. Cuando se le pregunta por su edad responde: ¿cuánto le sirve?”.
Aquel encuentro con la vecina deshojó mis ojos, lo que hacía desear ser presa del resto de mi cuerpo. Su pelo largo y liso, arrojado hacia delante, fácilmente serviría de vestido a sus afilados senos. Llegado el mediodía se asomaba en la terraza. Su falda se encontraba más arriba que de costumbre. Lentamente contoneaba su cintura, al tiempo que en ocasiones inclinaba su tronco como tratando de arreglar las plantas que engalanaban la azotea. Sin embargo, era tan precisa su puntería que proyectaba sus nalgas de silicona justo en mi mirada. Mi cuerpo se erizaba y mi sangre hervía a chorros. La ojeada no la inmutaba. Continuaba con sus movimientos apasionados más por premeditación que por naturaleza. Y al acecho del calor del mediodía, escurría con pasión la humedad de sus pechos y muslos. Luego acomodaba su silla frente a la mía. Se sentaba como llevada por los ángeles. No cruzaba sus piernas. Cubría su rostro con la última revista de farándula. Yo aferraba mis ojos como imán a su entrepierna. En ocasiones bajaba el impreso, notándose pensativa al atrapar su dedo índice con sus carnosos labios. Al cabo de quince minutos se levantaba y, sin siquiera despedirse, ingresaba a su morada.
Aunque las ganas me perturbaban no me atrevía a golpear en su puerta. “¿Serán los años o la fuerza del sacramento?”, pensaba. Sólo el día anterior al viaje de mi esposa me encontré de nuevo con la vecina en la zona verde del edificio. La saludé tímidamente. Ella me correspondió y con la confianza que da el tiempo se me acercó. Tomó mi mano y me arrastró hacia la profundidad del jardín. No hubo presentación formal. Simplemente pasó lo que pasó. Parecíamos hambrientos. Al término de la dicha, con la complicidad que da el silencio, la acompañé hasta su puerta y, aturdido, ingrese por la mía.
Mi mujer regresó como estaba previsto. Yo llegué quince minutos antes del mediodía, ella, a media mañana. Pensaba en mi vecina pero también en mi mujer. Paula se veía ansiosa, pero con más ganas de ver a su mamá. La saludé con un beso de estrella fugaz. No le pregunté cómo le había ido en el viaje; además, debía estar cansada. Tomé apresurado el periódico y saqué la jarra de limonada de la nevera. Con el afán que sólo da la ida al baño corrí hacia la terraza. Mi mujer se aprestó a pedir el almuerzo. Ubiqué la silla en espera de mi vecina. Al instante apareció. El exhibicionismo fue aún más intenso. La contemplé como siempre. Mientras la función avanzaba, tomaba grandes sorbos de limonada para conjurar el efecto que la sangre causaba en mi cuerpo. Paula pidió que le alistara la mesa. Hice caso omiso. De repente se escuchó el fuerte timbrazo de un celular. No era el mío ni provenía de mi hogar. La vecina lo sacó de entre sus pechos. Habló por unos minutos y, como si se tratará de una trágica noticia, lo arrojó con todas sus fuerzas al suelo. Se notaba angustiada. El hecho me preocupó. Me levanté de la silla presto a acudir en su ayuda. En ese instante apareció mi mujer. Saludó en la distancia con efusión de manos a mi vecina. Quedé atónito.
—Amor, invité a almorzar a tú suegra, alístate, sólo tardará unos pasos ―dijo Paula en tono de gozo.
“Qué suegras ni qué carazos”, pensé. No tenía cabeza para nada más. Ahora sólo me preocupaban dos cosas: lo que le había acontecido a mi vecina y por qué carajos ellas dos se conocían. De repente la vecina desapareció.
Por cierto, mi suegra no fue a almorzar y de mi vecina nunca se volvió a saber nada.

martes, 17 de junio de 2008

Nóminas paralelas

Betuel Bonilla Rojas
El Sanpedro, entre sanjuaneros, ponchos y asado, trae muchas cosas consigo: algunas, buenas; otras, la mayoría, no tan buenas. Y de estas últimas las peores son las llamadas oficinas del Festival, tanto las del orden municipal como las del departamental. Al menos treinta personas integran esta nómina paralela de figurines que saltan a la escena pública desde mayo y se vuelven a esconder en julio, luego del fragor del carnaval y de haber cobrado unos buenos pesos por viajar a toda hora sin hacer gestión alguna. Para nadie es un secreto que estas oficinas conforman la más clara muestra de clientelismo, de pago de favores electorales y de cuota de los distintos partidos que reparten dádivas por doquier a quienes invirtieron en las campañas. De esta manera las oficinas del Festival alojan apellidos que son comunes desde las pancartas electoreras. Y esto no sería tan reprochable si tales personajes gestionaran con la empresa privada para que los gastos del carnaval no fueran asumidos sólo por los entes oficiales. Bastante se beneficia el sector privado como para que le saquen el cuerpo a los compromisos. No importa cuántos ni quiénes sean los de esa nómina, pero que gestionen, que se ganen bien ganada la platica.

domingo, 8 de junio de 2008

La verdadera libertad

Eduardo Tovar Murcia

Se sintió embargado por una felicidad inefable. El delito que le imputaron le otorgaba veinte años de reclusión. No le importaba. Allí tenía todo lo necesario para una confortable estadía. El lugar no era más amplio que un baño familiar, pero era suficiente para ser feliz. Las paredes eran grisáceas, con el hollín visible en los ángulos de las esquinas y la mugre cubriéndolo todo. Un camastro y un neceser eran los pocos enseres conque contaba la celda. Recostado contra la pared se encontraba su mayor tesoro, la razón de su felicidad en condiciones tan precarias para el común de la gente.

El día que ingresó allí, su única petición fue que le llevaran sus tan preciados libros. No era otra su razón de vivir. Leer durante todos esos años fue el mayor regalo que el estado le pudo conceder, esos veinte años de lectura incesante. Dejar de ver a su familia no fue el principal inconveniente. Hace ya bastantes años había perdido contacto con ellos. Tampoco dejar de asistir a sus clases en la universidad, donde los estudiantes dormitaban encima de los pupitres sin poner atención a lo que él decía. Además, de cierto modo se podía entender que él hubiese violado la norma docente, en un sentido estrictamente académico, y con el ánimo de buscar la tranquilidad intelectual. Sólo se sentía dolorido por sus colegas quienes, durante el resto de sus días, tendrían que seguir allí afuera, incrustados en sus ocupaciones, sin la oportunidad de experimentar la verdadera libertad.








Homenaje a Gabriel García Márquez en la Emisora Cultural


Cita a ciegas

Jorge Enrique Alvarado

El galancillo trepó con destreza por la enredadera hasta alcanzar el balcón, apretando una rosa entre los dientes. Conocida es en la ciudad su habilidad para asaltar balcones y desplumar mujeres adineradas; renombrada es también su dama de esta noche. Con esta conquista, piensa, subirá su cotización, y qué importa otro más a su ya larga lista de maridos ofendidos. Con determinación empuja la puerta, convenidamente desasegurada, y penetra a la habitación moviéndose en la oscuridad, con la precisión de un gato. Desde la cama, una voz modulada le da la bienvenida:
—Llegas precipitado.
—Jamás hago esperar a una dama —responde el galancillo, adelantando la rosa.
—¡Traes tu propia rosa! ¿Tienes miedo?
—¿Miedo? Ansiedad. He soñado este momento, amada mía.
—¿Amada mía? Logras confundirme.
—No digas nada —dice el galancillo con seguridad—. Ven acá.
—Tú sí sabes cumplir citas, es tu hora —dice la muerte—. Hoy entrarás conmigo a la eternidad.
Y se fundieron en un amoroso abrazo, entre gemidos y sollozos.
A la mañana siguiente, en la página interior de un diario local, en una corta reseña judicial, sorprendido en flagrancia y abatido como ladrón, termina su historia este don Juan de pacotilla.

Visita de Enrique Serrano a Renata Neiva


lunes, 2 de junio de 2008

JÓVENES, A DORMIR TEMPRANO

JÓVENES, A DORMIR TEMPRANO
Betuel Bonilla Rojas

Si un hijo mío anda en la calle, no importa la hora, es responsabilidad de él, y de quienes estamos directamente a su cargo. Si el muchacho es lo que llamamos juicioso, de confianza, sabemos que sin fijarnos en la hora estará haciendo lo socialmente correcto, que no estará lesionando a nadie, en especial a él mismo. Por eso son nuestros hijos y por eso confiamos en ellos. Si, por el contrario, es un hijo calavera, de ésos que desbordan nuestro control, poco o nada podemos hacer si queremos amarrarlo a la pata de la cama. Quizás sólo el diálogo familiar y un especial cariño logren rescatarlo, y eso es un asunto estrictamente familiar e íntimo. Por eso me parece injusto, arbitrario y abusivo que un gobierno, cualquiera que éste sea, se arrogue el derecho de determinar a qué hora deben ir a dormir los jóvenes, que los obliguen, a físico rejo, a refugiarse en sus casas como si eso garantizara una mejor persona, una mejor ciudad y un mejor gobierno. Cuando un gobernante no tiene nada inteligente qué hacer se dedica a copiar decretos y normas sin siquiera analizarlas. Esto, por supuesto, apoyado en las fuerzas del orden, que para reprimir son expertas. El toque de queda a menores de edad es un claro ejemplo de un fascismo sin conocimiento de causa, de un gobernante cuya originalidad y creatividad están en entredicho. Creo que seguramente a este tipo de gobernantes les quedó grande educar a sus hijos y se inventan decretos que tienen como principal foco de control sus propias casas. Si de verdad quieren ayudar a los jóvenes provéanlos de espacios, pongan a funcionar las casas de la cultura y los escenarios deportivos, hagan nuevos sitios en los que los jóvenes puedan saciar toda su energía. Los que deben acostarse temprano son los abuelitos, y los gobernantes que no pueden con sus culpas

Visita de Antonio García a Renata Neiva


Visita de Hugo Chaparro a Neiva


Taller "José Eustasio Rivera", Renata Neiva


domingo, 1 de junio de 2008

Manipulación y censura

MANIPULACIÓN Y CENSURA
Betuel Bonilla Rojas

En alguna ocasión el intelectual peruano Manuel González Prada se refirió al pacto infame de hablar a media voz. Y esto, vuelto sospechosa realidad ideológica, es lo que hacen nuestros periódicos locales. Primero nos dicen que nuestras columnas de opinión exceden el formato, el número de palabras, y las cortan. Luego son más agresivos y suprimen párrafos enteros, ésos que no les convienen a los intereses económicos de gamonales y políticos, sus amigos. Luego terminan por decirle al columnista, con muy buena educación, que hubo reestructuración y que sus columnas ya no van más. Les da miedo sostenerle que prefieren que hable de pajaritos de colores, o de gusanos de seda. Por eufemismo o por hipérbole nos ocultan o enfatizan información nuestros medios. Y eso es manipulación, es silenciar la crítica, es aplicarle censura a un espacio de por sí politizado. Eso hizo La Nación cuando se cuestionó el pasado poco grato de Géchem, o la ineficiencia de una funcionaria del gabinete municipal. Me silenciaron, prefirieron seguir diciéndoles mentiras a sus lectores.

¿A quién le duele Neiva?

¿A QUIÉN LE DUELE NEIVA?
Betuel Bonilla Rojas

Neiva no le duele a nadie. Es una ciudad huérfana de afectos, de actos sinceros que intenten hacerle bien. A lo mucho se la maquilla, en aquellas partes por donde pasan los supuestos turistas. Pero en el fondo de su corazón es una ciudad fea, con raspaduras por doquier. En cada barrio, aun en los de más rancio abolengo, las calles están llenas de cráteres, de huecos insorteables. En Granjas, en Cándido, en los barrios del Sur, en la Circunvalar, en el Jardín, junto a la Terminal de transportes. Da pesar verla tan desmejorada, tristeza verla tan saqueada, tan ultrajada por los políticos de turno. Todos, a su manera y sin excepción, han construido en ella los monumentos a la infamia. Desde Ciudad Villamil, ese horroroso mostrenco que nos hizo desconfiar de la escultura como arte. La maleza se sube ahora sobre esos monumentos al despilfarro y carcome la chatarra a su antojo. No hay parques para admirar, para sentarse en el solaz de una tarde de ocio. Los indigentes rondan a sus anchas como si estuviéramos en una ciudad arrasada por el cataclismo, como si la única opción fuera deambular en busca de mendrugos. Qué fea está Neiva, qué sola, qué indefensa, con tanto político abusivo por ahí suelto.

Ariel Borbón, el primer depredador

ARIEL BORBÓN, EL PRIMER DEPREDADOR
Betuel Bonilla Rojas

En días pasados escuché al señor Ray Ariel Borbón, director de la CAM, hablando de constituir una fuerza élite para frenar a los depredadores ecológicos. Pensé inmediatamente que si un pobre ciudadano del común, cansado de unas ramas que pegan sobre el techo y no lo dejan dormir, decide cortarlas, será tildado de depredador, de asesino de árboles, de seres vivos. Posiblemente incurra en un delito por querer preservar su sueño. Pensé también que si un almacén grande, multinacional para mayores señas, decide cortar una ceiba entera para rendirle allí culto al cemento y al ladrillo, puede pasearse campante porque eso sí tiene el aval de la CAM. Eso no es depredación. O sea que la ceiba estaba muerta, piensa uno, o que el poder de estos señores es tal que el título de depredadores les pasa resbalando. Luego pensé que finalmente la culpa no es de ellos, sino de quienes autorizan la tala. En síntesis, que el primer depredador es el propio Ray Ariel, y a él es a quien esta fuerza élite debe ir a buscar en su oficina. Para que explique eso de la ceiba. Como estamos en el país en el que nadie nota nada, dirá que no estaba enterado, o que la ceiba está ya medio muerta y una caricia con motosierra era para evitarle mayores sufrimientos. Tan compasivo Ariel. Que dé ejemplo, que explique al menos y luego sí que castigue.