jueves, 28 de agosto de 2008

Flor Alba Balcero y Hugo Chaparro Valderrama


Mundo gemelo

Carlos Anacona
Abuelo, cuéntame un cuento, es de noche y no logro conciliar el sueño. Cuéntame un cuento de aquellos de tu tiempo, cuando compartías con la naturaleza, un cuento de ésos donde existían animales y una gran vegetación, agua potable y un aire respirable; cuéntame uno de esos cuentos que me hacen soñar que la vida un día fue mejor; espera, abuelo, agrego volumen al intercomunicador virtual y configuro mejor tu rostro en el visualizador de mi nave espacial. Tus cuentos son los que mantienen vivos mis deseos de buscar un planeta con las características del que tú llamabas el planeta azul; según tus archivos ocultos para mí y sólo para mí en la caja de seguridad que creaste dentro de la computadora central de nuestra colonia, con acceso sólo de mi genética. Tú fuiste el último en ver aquellos paisajes, y gracias a tu creación salvaste nuestro linaje de la destrucción. Según el libro sagrado, cuando se levantó nación contra nación en una guerra genocida, biológica, que destruyó la atmósfera y toda posibilidad de vida. Cuéntame ese cuento para no desfallecer en mi intento de encontrar un planeta como el de tus antepasados. De acuerdo a tus archivos y coordenadas existe otro en la galaxia. Tus estudios fueron exactos y precisos. Nadie creía en ti y te trataron como el loco de la colonia. Después de deberte la vida, nadie te respetó, pero en esa colonia nací yo. Me adoptaste, me mostraste la sabiduría oculta en ti. Cuando dijeron que mal me influenciabas nos separaron. Tú me dejaste pistas en la nave, pistas que he recopilado y estudiado, pistas que me llevaron a huir de la tripulación. En mi nave de soñador pretendo encontrar el mundo gemelo de tus sueños.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Dora Marcela Gutiérrez y Hugo Chaparro Valderrama


Antitetánica

Néstor Alfonso Romero
Miren, iba bajando del barrio de invasión cuando los vi. Delante de mí se miraron con malicia y aunque alcancé a olfatear el peligro no reaccioné, me confié, ustedes saben, por aquí es tan calmado. Cómo me iba a imaginar que era un atraco. Eran cuatro y yo uno, no más; tenían cuchillos y sin embargo quise huir. No tuve tiempo y miren, me chuzaron. Cuando uno de ellos me mando “el viaje” instintivamente puse el brazo para defenderme, y vean, me abrieron el brazo, casi por la mitad. Son como quince centímetros. No se imaginan la cantidad de sangre que he perdido. Además, llevo caminando como diez minutos después de haber corrido, como nunca, otros diez, cuando vi la sangre y la herida. Mi mujer está en la U, estudiando, pero igual que yo, sin plata. Yo saco las arepas como a las cinco. Son las nueve de la mañana. Mi dinero lo tengo invertido en maíz y carne para los pinchos, por eso a las vecinas las molesto a ver si me prestan los primeros auxilios y me colaboran para ir al hospital a mandarme poner la antitetánica y a que me remienden con aguja e hilo esta “tronera”. Puse el brazo empapado de sangre sobre una bayetilla húmeda que encontré sobre el mostrador. Ellas, las dos hermanas, que sólo escuchaban con desconfianza mi historia no pudieron sostener sus dudas ante la herida y se apresuraron a sacar algodón, alcohol, y a hacer un enjuague con jabón quirúrgico. Colocaron una ponchera de plástico debajo del antebrazo e hicieron lo que pudieron, pero la piel separada y rasgada, por algo de punta muy fina, había logrado hacer un surco de casi medio centímetro y tenía que ser cocida. Ellas no lo podían hacer; de hecho, la limpieza que acababan de realizar nunca antes la hicieron con nadie. Yo me quejaba de vez en cuando, dando mi mejor actuación. Hacía muecas de un dolor que no sentía, porque el brazo estaba adormecido, aunque no tanto como mi cerebro. Al mirarlas afanarse las detallé y pensé que era saludable para ellas hacer lo que estaban haciendo. “Beatas consumadas, me repugnaban a veces, les grité con los ojos, es mejor practicar la caridad que rezar por horas”. Siempre las quise timar, como fuera, y la herida era una gran oportunidad. En qué se gustarían la platica esas viejitas cacrecas que si acaso comían. Las odiaba. Sabía que habían echado al marido de una de ellas porque era brujo, porque vivía de hacer conjuros y ligaduras, de vender riegos y sahumerios, porque se reía tan estrepitosamente que se escuchaba a dos kilómetros. Él fue quien montó el almacén “esotérico”, fabricando veladoras de colores y productos para “los trabajos”. Pero ellas, su mujer y su hermana, lo echaron a la calle. Por fin las convencí, llorando del “dolor” y la desesperación, y accedieron a mis súplicas así como a su cartera. Esa mañana volví a la olla a comprar dosis doble. Me alcanzó para el bazuco, conseguí cigarrillos, encendedor no; éste estaba en mi bolsillo, como yo, que se prendía. Con esa ansiedad propia del mal de estómago quise volver al cafetal donde, con la afilada punta de un nudo de alambre de una cuerda de púa, unas dos horas antes, al salir presuroso, “paniquiao”, me causara la herida. Pero no, trepé montaña arriba a consumir en otro de mis “parches” favoritos.