sábado, 15 de septiembre de 2012

Visita del escritor asociado José Zuleta Ortiz, agosto 23 y 24 de 2102






El pastel, de Charles Baudelaire


Tomado de la extraordinaria versión de El spleen de París que preparó Margarita Michelena, elogiada entre otros por Octavio Paz, este "poema en prosa", como lo llamara el propio Baudelaire, es, sin duda alguna, un magnífico antecedente de nuestra tradición cuentística. Fondo de Cultura Económica. México. 2002. Págs: 57-59. Se deja acá para el disfrute de los lectores y para que los miembros del Taller aprecien la calidad de la obra literaria.

YO VIAJABA. El paisaje en cuyo centro me encontraba era de una grandeza y una nobleza irresistibles. Y en ese momento pasó sin duda algo en mi alma. Mis pensamientos revoloteaban con ligereza igual a la de la atmósfera; las pasiones vulgares, como el odio o el amor profano, me parecían entonces tan lejanas cual las nubes que desfilaban en el fondo del abismo bajo mis pies; mi alma parecía tan vasta y tan pura como la cúpula del cielo que en que yo estaba envuelto; el recuerdo de las cosas terrestres no llegaba a mi corazón sino debilitado y disminuido, como el son de la campanilla de los rebaños imperceptibles que pasaban lejos, muy lejos… por la vertiente de otra montaña. Sobre el pequeño lago inmóvil, negro en su inmensa profundidad, pasaba una que otra, la sombra de una nube, como el reflejo del manto de un gigante que volara por el cielo. Y yo recuerdo que aquella sensación solemne y rara, causada por un movimiento perfectamente silencioso, me colmó de una alegría nacida del temor. En suma, me sentía, gracias a la entusiasmante belleza que me rodeaba, en completa paz conmigo mismo y con el universo; creo inclusive que, en mi perfecta beatitud y en mi total olvido de todo el mal terrestre, había yo llegado a no encontrar tan ridículos los papeles que pretenden que el hombre ha nacido bueno; cuando la materia incurable renovó sus exigencias, pensé en reparar la fatiga y en aliviar el apetito causados por una tan larga ascensión. Saqué de mi bolsa un buen pedazo de pan, una taza de cuero y un frasco de cierto elíxir que los farmacéuticos de aquellos tiempos vendían a los turistas para mezclarlo con agua de nieve.
Cortaba yo tranquilamente mi pan cuando un ruido ligerísimo me hizo levantar la vista. Delante de mí se hallaba un pequeño ser harapiento, negro y desgreñado, cuyos ojos hundidos, huraños y como suplicantes, devoraban el pedazo de pan. Y le escuché suspirar, con una voz baja y ronca, la palabra pastel. No pude contener la risa al oír el apelativo con que el que el chico tenía a bien honrar mi pan casi blanco, y corté para él una buena rebanada que le ofrecí. Se acercó lentamente, sin quitar los ojos del objeto de su codicia; después, agarrando el pedazo, retrocedió vivamente, como si hubiera temido que mi ofrecimiento no fuera sincero o que yo me arrepintiera de él. Pero, en el instante mismo, fue derribado por otro pequeño salvaje, salido no sé de dónde y tan parecido al primero que se le habría tomado por hermano mellizo. Juntos rodaron por el suelo disputándose la preciosa pieza, sin que ninguno de los dos quisiera sacrificar la mitad a su hermano. El primero, exasperado, asió por los cabellos al otro; éste le mordió la oreja y escupió el trocito mordido, sangrante, con un soberbio juramento en dialecto. El legítimo propietario del pastel trató de hundir sus garras en los ojos del usurpador; a su vez, éste aplicó todas sus fuerzas a estrangular al adversario con una mano, en tanto que con la otra intentaba deslizar en su bolsillo el premio de la contienda. Pero, reanimado por la desesperación, el vencido se enderezó de nuevo e hizo rodar al vencedor por tierra de un  codazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha horrible que en verdad duró más tiempo que el que sus fuerzas infantiles parecían prometer? El pastel viajaba de mano en mano a cada instante; pero, ay, también cambiaba de volumen, y cuando al fin, extenuados, jadeantes, ensangrentados, se detuvieron ante la imposibilidad de continuar, ya no había, a decir verdad, ningún objeto de disputa: el pedazo de pan estaba esparcido en migajas semejantes a los granos de arena a los cuales se había mezclado.
Aquel espectáculo me había embrumado el paisaje, y la serena alegría en la cual se había regocijado mi alma antes de ver a aquellos hombrecillos se había desvanecido totalmente; me quedé triste mucho tiempo, repitiéndome sin cesar: “Hay un país soberbio donde el pan se llama pastel, golosina tan rara que basta para engendrar una guerra perfectamente fratricida”.