El diálogo, asumido en su condición de fortaleza narrativa, está siempre revestido de un carácter de dinamismo y fluidez secuencial. En los diálogos, los personajes, no importa el tipo de narrador que los guíe, intervienen de primera mano y nos hacen sentir, de forma directa, aquello que les provoca cierto tipo de reacciones. En el diálogo el narrador no desaparece, sólo se oculta transitoria e intencionalmente para que sean los personajes los que enteren al lector de algunas situaciones del relato. En ocasiones, si el diálogo no supera la capacidad de plasticidad y fuerza narrativa de la voz del narrador, se hace innecesario. Baste, para mirar la eficacia de los diálogos en la suplantación de la voz narradora principal, algunos cuentos de Ernest Hemingway, Edmundo Valadés o Gabriel García Márquez.
Ejercicio:
A continuación encontrará una situación narrativa contada por una voz narradora en la variante clásica de la tercera persona. Dicha situación puede ser sustituida por un diálogo, también clásico, mediado por la voz narradora (trabajar a partir del modelo de “Los asesinos”, de Ernest Hemingway, o apelando a la forma de diálogo en el que la voz narradora se oculta definitivamente en las interlocuciones y tan sólo crea el contexto previo adecuado (trabajar a partir del modelo de “Un día de estos”, de Gabriel García Márquez). El texto tiene ciertos énfasis que no se pueden perder; por el contrario, el diálogo debe procurar afianzarlos, mediante gestos, giros del cuerpo, pausas, preguntas o exclamaciones, silencios y elipsis.
Situación narrativa:
Fue en aquella ocasión, apremiado por las constantes apariciones de Isabel en su oficina —apariciones que demás está señalar lo desesperantes que eran y lo mucho que lo hacían salirse de sus ocupaciones—, que Óscar tomó la decisión de cantarle algunas verdades, por supuesto, con las debidas interrupciones y defensas de ella. Le dijo, por ejemplo, que de no ser por él, ella andaría todavía en aquel barrio miserable, con el mismo novio oportunista que le sobaba las piernas con el único propósito de usufructuar su virginidad, y aunque ella respondió algo sobre el placer en un repentino susurro, él contraatacó enumerando todas las posibilidades y ventajas de las que ahora gozaban su madre y sus hermanos (porque su papá era un viejo borracho que los había abandonado), y entró a enumerarle, una a una, las ocasiones en que ponía a disposición de su familia no sólo su dinero, sino sus influencias y sus contactos. No en vano ahora sus hermanos andaban en lujosos carros y desparramaban a manos llenas un dinero que sin su ayuda jamás hubieran logrado conseguir. Como Isabel agachaba la cabeza y de vez en cuando repostaba con cierta risilla provocadora, o algún monosílabo lo suficientemente alto como para que él percibiera la enorme carga de desprecio que había en éstos, él doblegaba la intensidad de su furia y le escupía más y más favores, siempre dejando deslizar algún adjetivo de ésos en los que se percibe el más notorio desprecio por el otro, por el que está al frente. De todas maneras, cualquiera que presenciara este tipo de escenas, muy frecuentes en cada mañana, presagiaría, merced a la manera en que cada uno asumía la retirada, que siempre la triunfadora era Isabel, así, vista en primera instancia, fuera la que menos hablara.
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