Tomado de la extraordinaria versión de El spleen de París que preparó Margarita Michelena, elogiada entre otros por Octavio Paz, este "poema en prosa", como lo llamara el propio Baudelaire, es, sin duda alguna, un magnífico antecedente de nuestra tradición cuentística. Fondo de Cultura Económica. México. 2002. Págs: 57-59. Se deja acá para el disfrute de los lectores y para que los miembros del Taller aprecien la calidad de la obra literaria.
YO VIAJABA. El
paisaje en cuyo centro me encontraba era de una grandeza y una nobleza
irresistibles. Y en ese momento pasó sin duda algo en mi alma. Mis pensamientos
revoloteaban con ligereza igual a la de la atmósfera; las pasiones vulgares,
como el odio o el amor profano, me parecían entonces tan lejanas cual las nubes
que desfilaban en el fondo del abismo bajo mis pies; mi alma parecía tan vasta
y tan pura como la cúpula del cielo que en que yo estaba envuelto; el recuerdo
de las cosas terrestres no llegaba a mi corazón sino debilitado y disminuido,
como el son de la campanilla de los rebaños imperceptibles que pasaban lejos,
muy lejos… por la vertiente de otra montaña. Sobre el pequeño lago inmóvil,
negro en su inmensa profundidad, pasaba una que otra, la sombra de una nube,
como el reflejo del manto de un gigante que volara por el cielo. Y yo recuerdo que
aquella sensación solemne y rara, causada por un movimiento perfectamente
silencioso, me colmó de una alegría nacida del temor. En suma, me sentía,
gracias a la entusiasmante belleza que me rodeaba, en completa paz conmigo
mismo y con el universo; creo inclusive que, en mi perfecta beatitud y en mi
total olvido de todo el mal terrestre, había yo llegado a no encontrar tan
ridículos los papeles que pretenden que el hombre ha nacido bueno; cuando la
materia incurable renovó sus exigencias, pensé en reparar la fatiga y en
aliviar el apetito causados por una tan larga ascensión. Saqué de mi bolsa un
buen pedazo de pan, una taza de cuero y un frasco de cierto elíxir que los
farmacéuticos de aquellos tiempos vendían a los turistas para mezclarlo con
agua de nieve.
Cortaba
yo tranquilamente mi pan cuando un ruido ligerísimo me hizo levantar la vista.
Delante de mí se hallaba un pequeño ser harapiento, negro y desgreñado, cuyos
ojos hundidos, huraños y como suplicantes, devoraban el pedazo de pan. Y le escuché
suspirar, con una voz baja y ronca, la palabra pastel. No pude contener la risa al oír el apelativo con que el que
el chico tenía a bien honrar mi pan casi blanco, y corté para él una buena
rebanada que le ofrecí. Se acercó lentamente, sin quitar los ojos del objeto de
su codicia; después, agarrando el pedazo, retrocedió vivamente, como si hubiera
temido que mi ofrecimiento no fuera sincero o que yo me arrepintiera de él.
Pero, en el instante mismo, fue derribado por otro pequeño salvaje, salido no
sé de dónde y tan parecido al primero que se le habría tomado por hermano mellizo.
Juntos rodaron por el suelo disputándose la preciosa pieza, sin que ninguno de los
dos quisiera sacrificar la mitad a su hermano. El primero, exasperado, asió por
los cabellos al otro; éste le mordió la oreja y escupió el trocito mordido, sangrante,
con un soberbio juramento en dialecto. El legítimo propietario del pastel trató
de hundir sus garras en los ojos del usurpador; a su vez, éste aplicó todas sus
fuerzas a estrangular al adversario con una mano, en tanto que con la otra
intentaba deslizar en su bolsillo el premio de la contienda. Pero, reanimado
por la desesperación, el vencido se enderezó de nuevo e hizo rodar al vencedor por
tierra de un codazo en el estómago.
¿Para qué describir una lucha horrible que en verdad duró más tiempo que el que
sus fuerzas infantiles parecían prometer? El pastel viajaba de mano en mano a
cada instante; pero, ay, también cambiaba de volumen, y cuando al fin,
extenuados, jadeantes, ensangrentados, se detuvieron ante la imposibilidad de continuar,
ya no había, a decir verdad, ningún objeto de disputa: el pedazo de pan estaba
esparcido en migajas semejantes a los granos de arena a los cuales se había mezclado.
Aquel
espectáculo me había embrumado el paisaje, y la serena alegría en la cual se
había regocijado mi alma antes de ver a aquellos hombrecillos se había desvanecido
totalmente; me quedé triste mucho tiempo, repitiéndome sin cesar: “Hay un país
soberbio donde el pan se llama pastel,
golosina tan rara que basta para engendrar una guerra perfectamente fratricida”.
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