19 de junio de 2009
Este es el espacio de encuentro del Colectivo "José Eustasio Rivera", Relata Huila. Aquí se tejen en filigrana textos que representan los anhelos y logros literarios del grupo
lunes, 22 de junio de 2009
Petra y el muerto
Por: Gladys Ramos
—¿Quién es aquella que está rondando el féretro? —repuso Claudina frunciendo el ceño—. ¿De quién es amiga?, no la conozco, no recuerdo haberla visto —repitió con aire de curiosidad.
—Es la amiga de Rocío —dijo con timidez Vera, su nieta.
—Me extraña que sea amiga de Rocío, ella jamás me la ha nombrado —Claudina levantó los ojos y los dirigió a la mujer que daba la espalda y estaba a no menos de un metro, muy cerca del cajón del muerto.
La mujer vestía de morado y sin elegancia, daba vueltas y miraba a Claudina de reojo, sin atreverse a darle el pésame.
—¡Por favor, llévensela, me fastidia! —replicó la viuda.
—No, mamá, cómo voy a hacer eso, déjela, déjela, seguro es alguna de las empleadas de mi papá. Rosa tranquilizó a su madre.
Ella no tardó en acercársele a la mujer. Con voz frágil le dijo:
—Hay, qué pena, no recuerdo su nombre, gracias por venir.
Petra se quedó callada e hizo el gesto de estar orando. Eran las 9:40 de la noche. En la sala de velación de la Funeraria La Paz había poca gente, unas diez personas acompañaban a la viuda. El velorio se interrumpió. Una montonera de gente subía por la calle octava. Una mujer, ataviada con un vestido anchísimo, lleno de bolsillos repletos de mercancía, gritaba:
—¡Salgan que nos ahogamos, se vino la represa!
Petra quedó inmóvil frente a la viuda.
—¿Se lo ayudo a cargar? —le dijo con voz lastimera.
—No, no… ya para qué, pronto llegará don Gerardo a embalsamarlo, se lo llevará la corriente.
Rosa se despidió de don Honorio:
—Papacito, papacito, nos tenemos que ir, protéjanos —e invitó a Petra a seguirlas.
Petra se negó de manera rotunda. Sin apresurarse, se dirigió nuevamente al ataúd, levantó la tapa con cuidado y se quedó lela, contemplando al muerto, que tenía los ojos cerrados.
Afuera los gritos aumentaban. La sala estaba desierta. El aroma de las flores y una música celestial parecieron embargarla. Recordaba allá, en la hacienda La Dominga, los deslices del patrón de su padre. Ella tenía entonces veintiocho años. Honorio cabalgaba en el moro y la seguía al río, donde ella se bañaba en medio de la naturaleza exuberante, acordonada de maizales que la hicieron desgranar sus frutos ante la dulzura de las cañas que Honorio le partía para que chupara, cañas que se fueron agitando en las tardes y que enloquecieron al jinete.
La muchacha oraba con los ojos cerrados, inclinándose de cuando en cuando, rozando su cara con la del muerto: el aguerrido Honorio Perdomo, sano, bonachón y buen patrón. En una de sus oraciones agregó quejumbrosa:
—¡Amor mío, cuánto te quise! —gemía como una niña chiquita. Se inclinó para besarlo, pero de pronto una mano fuerte la tomó por el cuello.
—¡Petra¡ ¡Mi Petra! —repetía el muerto, enderezándose con movimientos lentos.
La muchacha, como paralizada, lo miró con ojos desorbitados. El hombre le pidió ayuda para no romperse las costillas.
—¡Ay, ay, aaayyy… —gritó, y salió del cajón,
Petra trató de correr pero el hombre la detuvo, abrazándola fuertemente y diciéndole:
—Es nuestra oportunidad, volémonos para siempre. Dejaré una carta en la que diga que por motivo del caos se llevaron al muerto, seguramente para robarle la dentadura de oro, que valía como doce millones de pesos.
La carta la firmó en nombre de don Gerardo, el dueño de la funeraria. Honorio escribió rápidamente la nota. Tomó fuertemente de la mano a Petra, y salieron de prisa.
Hasta hoy nada se sabe del muerto.
—Es la amiga de Rocío —dijo con timidez Vera, su nieta.
—Me extraña que sea amiga de Rocío, ella jamás me la ha nombrado —Claudina levantó los ojos y los dirigió a la mujer que daba la espalda y estaba a no menos de un metro, muy cerca del cajón del muerto.
La mujer vestía de morado y sin elegancia, daba vueltas y miraba a Claudina de reojo, sin atreverse a darle el pésame.
—¡Por favor, llévensela, me fastidia! —replicó la viuda.
—No, mamá, cómo voy a hacer eso, déjela, déjela, seguro es alguna de las empleadas de mi papá. Rosa tranquilizó a su madre.
Ella no tardó en acercársele a la mujer. Con voz frágil le dijo:
—Hay, qué pena, no recuerdo su nombre, gracias por venir.
Petra se quedó callada e hizo el gesto de estar orando. Eran las 9:40 de la noche. En la sala de velación de la Funeraria La Paz había poca gente, unas diez personas acompañaban a la viuda. El velorio se interrumpió. Una montonera de gente subía por la calle octava. Una mujer, ataviada con un vestido anchísimo, lleno de bolsillos repletos de mercancía, gritaba:
—¡Salgan que nos ahogamos, se vino la represa!
Petra quedó inmóvil frente a la viuda.
—¿Se lo ayudo a cargar? —le dijo con voz lastimera.
—No, no… ya para qué, pronto llegará don Gerardo a embalsamarlo, se lo llevará la corriente.
Rosa se despidió de don Honorio:
—Papacito, papacito, nos tenemos que ir, protéjanos —e invitó a Petra a seguirlas.
Petra se negó de manera rotunda. Sin apresurarse, se dirigió nuevamente al ataúd, levantó la tapa con cuidado y se quedó lela, contemplando al muerto, que tenía los ojos cerrados.
Afuera los gritos aumentaban. La sala estaba desierta. El aroma de las flores y una música celestial parecieron embargarla. Recordaba allá, en la hacienda La Dominga, los deslices del patrón de su padre. Ella tenía entonces veintiocho años. Honorio cabalgaba en el moro y la seguía al río, donde ella se bañaba en medio de la naturaleza exuberante, acordonada de maizales que la hicieron desgranar sus frutos ante la dulzura de las cañas que Honorio le partía para que chupara, cañas que se fueron agitando en las tardes y que enloquecieron al jinete.
La muchacha oraba con los ojos cerrados, inclinándose de cuando en cuando, rozando su cara con la del muerto: el aguerrido Honorio Perdomo, sano, bonachón y buen patrón. En una de sus oraciones agregó quejumbrosa:
—¡Amor mío, cuánto te quise! —gemía como una niña chiquita. Se inclinó para besarlo, pero de pronto una mano fuerte la tomó por el cuello.
—¡Petra¡ ¡Mi Petra! —repetía el muerto, enderezándose con movimientos lentos.
La muchacha, como paralizada, lo miró con ojos desorbitados. El hombre le pidió ayuda para no romperse las costillas.
—¡Ay, ay, aaayyy… —gritó, y salió del cajón,
Petra trató de correr pero el hombre la detuvo, abrazándola fuertemente y diciéndole:
—Es nuestra oportunidad, volémonos para siempre. Dejaré una carta en la que diga que por motivo del caos se llevaron al muerto, seguramente para robarle la dentadura de oro, que valía como doce millones de pesos.
La carta la firmó en nombre de don Gerardo, el dueño de la funeraria. Honorio escribió rápidamente la nota. Tomó fuertemente de la mano a Petra, y salieron de prisa.
Hasta hoy nada se sabe del muerto.
Quiero leer a "Papillón"
Por: Aurora Mosquera
Si no pudieron meterme al manicomio fue gracias a mi habilidad para demostrarles que no estoy loco. Acabo de enterarme que mañana viene un equipo que llaman Interdisciplinario, dizque a analizarnos, o a exorcizarnos, diría yo. Se equivocan estos “malparidos” si creen que yo me voy a prestar a semejante “payasada” Estoy un poco ansioso por empezar a leer “Papillón”, pero me voy a desvelar armando el crucigrama que les voy a montar para ponerlos paranoicos y a mi servicio. Es más, el brujo o bruja que me va a entrevistar va a saber quién soy. Pobrecitos. Vendrán bien informados de todo, pero cuanto no saben de mí está en los archivos de mi memoria desde antes de llegar a esta isla. Ja, ja, ja. La famosa Isla de “Gorgona”, la cárcel para los más peligrosos delincuentes del país. Me da risa porque afuera están los verdaderos psicópatas, ellos son más ágiles que yo porque, pese a todo, cuanto vulneran lo hacen sin dejarse atrapar como yo. Desde aquí los felicito. “Delincuentes de mierda”, son mi esperanza.
¡Ya cantó el búho!, tengo que acelerar mis cavilaciones; pero que se las monto, se las monto.
El día de la visita a mi celda, o al taller, o a donde sea, voy a transformarme en un viejito y persigo a esa vieja o a ese tipo por toda la isla. Me transformaré en un joven cachaco con un medallón grabado con el signo de la paz en el pecho. Este medallón entusiasma al psicólogo o a la trabajadora social para identificarme como un hippy que lucha por la paz y no por la guerra.
Ya cantó “el gallo de monte”, tengo que apurarle porque el plan tiene que estar pulido para mañana. No voy a maquillarme porque de pronto me descubren los “tiras” y ahí sí “paila”, y plan “marcando calavera”.
Para mí fue larga la espera. Por fin este momento en que me anuncian que a mi taller de trabajo terapéutico viene una trabajadora social a taxidermizarme como a una mariposa. ¡Bienvenida, cuchibarbie! Sé que le voy a parecer muy viejito, pero “sorpresas tiene la vida”.
—¡Buenos días, don José! Me había dicho que la sesión era con una persona más joven. ¿Cuántos años, don José?
—No pocos como quisiera, señorita, sólo sesenta.
—Yo soy Emilia Díaz, del “Grupo Social Colombiano para el Bienestar del Mundo”.
—Su organización tiene un nombre muy sugestivo, queda uno perplejo, no sé si reír o aplaudir, señorita.
—Gracias, don José. ¿De qué le gustaría hablar, señor Sánchez?
—Señorita, hablemos de Hitler, me apasiona la Segunda Guerra Mundial, pasaron tantas cosas.
—¡Qué bueno, con mucho gusto la Organización le hará llegar la historia de la Segunda Guerra Mundial, con buena imprenta. ¿Puede leer bien, don José?
—Sí señora, y en este encierro “cae como pepa de guama”.
—¿Se comunica con su familia, don José?
—Esos desalmados se olvidaron de mí.
—Pero ¿usted los recuerda a ellos, busca usted comunicarse con ellos?
—Los quiero mucho pero me cansé de buscarlos.
—¿Cómo vino a parar aquí, Don José?
—Tropezones que da la vida, pero nada de lo que yo quisiera hablar ahora, de pronto en la otra visita. Mejor cuénteme de su vida, señorita, eso me relajaría un resto.
—Sí, lo noto cansadito. ¿Duerme bien, don José?
—Hay veces como anoche que cantó “el águila de monte” y no había podido conciliar el sueño. Pensando, cavilando.
—Procure dormir bien siempre, señor Sánchez, descanse desde temprano hoy y hablamos mañana a la misma hora.
¡Mierda! Ya van seis visitas y no me han dejado salir a la playa. El castigo está largo, como si hubiera matado y comido del muerto. Espero que mañana me den salida para ir a la playa, la cuchibarbie debe estar por esos lados a esa hora; trataré de dormir pensando en ella.
—¡Qué bueno encontrarnos, señorita Emilia, sorpresas te da la vida!
—¿Con quién tengo el gusto, dónde nos conocimos?
—Soy José Sánchez, de la celda No.8 y el taller del nivel 5; hemos hablado seis veces, señorita Emilia, y tengo grabadas mentalmente todas las “sesiones”, como dicen ustedes.
—¡Ah, don José! Pero usted está muy transformado, está muy joven. ¡Increíble que se trate de la misma persona! ¿Quién es usted?
—La transformada es otra, señorita, así en vestido de playa yo diría que se trata de otra persona, la reconocí por el peinado, pero de verdad que parece una reina de belleza. ¡Qué bueno que podemos hablar ahora!
—Qué lástima, don José, pero me tengo que ir a una reunión urgente con el Mayor General, usted sabe que todos los jueves nos reunimos a esta hora; hablamos mañana y que disfrute su salida…
¡Mierda, me están siguiendo! Perros sabuesos. ¡Hijueputas, me dañaron el plan!…
—¡Tranquilo, teniente! Yo sólo quería saludar a la profesora.
—No me venga con sus cuentos fraudulentos, adelante, y rapidito si no quiere calabozo, “piltrafa carroñera”.
—Perdóneme la vida, teniente...
Autor: AURORA MOSQUERA
Neiva, Junio 19 de 2009 —Ándele sin chistar nada porque lo callo, psicópata frustrado.
¡Ya cantó el búho!, tengo que acelerar mis cavilaciones; pero que se las monto, se las monto.
El día de la visita a mi celda, o al taller, o a donde sea, voy a transformarme en un viejito y persigo a esa vieja o a ese tipo por toda la isla. Me transformaré en un joven cachaco con un medallón grabado con el signo de la paz en el pecho. Este medallón entusiasma al psicólogo o a la trabajadora social para identificarme como un hippy que lucha por la paz y no por la guerra.
Ya cantó “el gallo de monte”, tengo que apurarle porque el plan tiene que estar pulido para mañana. No voy a maquillarme porque de pronto me descubren los “tiras” y ahí sí “paila”, y plan “marcando calavera”.
Para mí fue larga la espera. Por fin este momento en que me anuncian que a mi taller de trabajo terapéutico viene una trabajadora social a taxidermizarme como a una mariposa. ¡Bienvenida, cuchibarbie! Sé que le voy a parecer muy viejito, pero “sorpresas tiene la vida”.
—¡Buenos días, don José! Me había dicho que la sesión era con una persona más joven. ¿Cuántos años, don José?
—No pocos como quisiera, señorita, sólo sesenta.
—Yo soy Emilia Díaz, del “Grupo Social Colombiano para el Bienestar del Mundo”.
—Su organización tiene un nombre muy sugestivo, queda uno perplejo, no sé si reír o aplaudir, señorita.
—Gracias, don José. ¿De qué le gustaría hablar, señor Sánchez?
—Señorita, hablemos de Hitler, me apasiona la Segunda Guerra Mundial, pasaron tantas cosas.
—¡Qué bueno, con mucho gusto la Organización le hará llegar la historia de la Segunda Guerra Mundial, con buena imprenta. ¿Puede leer bien, don José?
—Sí señora, y en este encierro “cae como pepa de guama”.
—¿Se comunica con su familia, don José?
—Esos desalmados se olvidaron de mí.
—Pero ¿usted los recuerda a ellos, busca usted comunicarse con ellos?
—Los quiero mucho pero me cansé de buscarlos.
—¿Cómo vino a parar aquí, Don José?
—Tropezones que da la vida, pero nada de lo que yo quisiera hablar ahora, de pronto en la otra visita. Mejor cuénteme de su vida, señorita, eso me relajaría un resto.
—Sí, lo noto cansadito. ¿Duerme bien, don José?
—Hay veces como anoche que cantó “el águila de monte” y no había podido conciliar el sueño. Pensando, cavilando.
—Procure dormir bien siempre, señor Sánchez, descanse desde temprano hoy y hablamos mañana a la misma hora.
¡Mierda! Ya van seis visitas y no me han dejado salir a la playa. El castigo está largo, como si hubiera matado y comido del muerto. Espero que mañana me den salida para ir a la playa, la cuchibarbie debe estar por esos lados a esa hora; trataré de dormir pensando en ella.
—¡Qué bueno encontrarnos, señorita Emilia, sorpresas te da la vida!
—¿Con quién tengo el gusto, dónde nos conocimos?
—Soy José Sánchez, de la celda No.8 y el taller del nivel 5; hemos hablado seis veces, señorita Emilia, y tengo grabadas mentalmente todas las “sesiones”, como dicen ustedes.
—¡Ah, don José! Pero usted está muy transformado, está muy joven. ¡Increíble que se trate de la misma persona! ¿Quién es usted?
—La transformada es otra, señorita, así en vestido de playa yo diría que se trata de otra persona, la reconocí por el peinado, pero de verdad que parece una reina de belleza. ¡Qué bueno que podemos hablar ahora!
—Qué lástima, don José, pero me tengo que ir a una reunión urgente con el Mayor General, usted sabe que todos los jueves nos reunimos a esta hora; hablamos mañana y que disfrute su salida…
¡Mierda, me están siguiendo! Perros sabuesos. ¡Hijueputas, me dañaron el plan!…
—¡Tranquilo, teniente! Yo sólo quería saludar a la profesora.
—No me venga con sus cuentos fraudulentos, adelante, y rapidito si no quiere calabozo, “piltrafa carroñera”.
—Perdóneme la vida, teniente...
Autor: AURORA MOSQUERA
Neiva, Junio 19 de 2009 —Ándele sin chistar nada porque lo callo, psicópata frustrado.
lunes, 2 de marzo de 2009
Néstor Enrique Sánchez Arias
Ejercicios de escritura
Betuel Bonilla Rojas: Uno de los momentos más importantes del Taller "José Eustasio Rivera", Renata Neiva, lo constituye el hecho de que los talleristas se enfrenten solos al hecho escrito. Varias estrategias sirven de estímulo para el despertar de esta creatividad. Entre éstas, las descripciones se convierten en disparadores efectivos. En esta ocasión, los talleristas, apelando sólo a la efectividad de la imagen, intentan hacer sentir al lector emociones que provienen únicamente del lenguaje. El disparador es el siguiente: "El mellizo era un tipo que metía miedo". Y aquí va un intento, bastante afortunado, de uno de los nuevos escritores.
EL MELLIZO
Inexpresivo y huraño. Así es el mellizo. Dos pronunciadas cicatrices en la mejilla izquierda dan la apariencia de una cruz invertida. Parece no haberse enfrentado nunca a un corte de cabello. Una cobra tatuada en su brazo derecho habla por él. El pueblo procura no tropezárselo. Según cuentan, llegó al poblado luego de la muerte de su hermano. En las noches camina en dirección al arroyo. Una sábana negra y una antorcha lo acompañan. Unos cuantos gatos lo siguen. A su paso, no se distingue más que la sombra de los árboles. Un chirrido áspero y estrepitoso anuncia que está de vuelta, a pesar de que siempre camina descalzo.
Inexpresivo y huraño. Así es el mellizo. Dos pronunciadas cicatrices en la mejilla izquierda dan la apariencia de una cruz invertida. Parece no haberse enfrentado nunca a un corte de cabello. Una cobra tatuada en su brazo derecho habla por él. El pueblo procura no tropezárselo. Según cuentan, llegó al poblado luego de la muerte de su hermano. En las noches camina en dirección al arroyo. Una sábana negra y una antorcha lo acompañan. Unos cuantos gatos lo siguen. A su paso, no se distingue más que la sombra de los árboles. Un chirrido áspero y estrepitoso anuncia que está de vuelta, a pesar de que siempre camina descalzo.
Néstor Enrique Sánchez Arias
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