—¿Quién es aquella que está rondando el féretro? —repuso Claudina frunciendo el ceño—. ¿De quién es amiga?, no la conozco, no recuerdo haberla visto —repitió con aire de curiosidad.
—Es la amiga de Rocío —dijo con timidez Vera, su nieta.
—Me extraña que sea amiga de Rocío, ella jamás me la ha nombrado —Claudina levantó los ojos y los dirigió a la mujer que daba la espalda y estaba a no menos de un metro, muy cerca del cajón del muerto.
La mujer vestía de morado y sin elegancia, daba vueltas y miraba a Claudina de reojo, sin atreverse a darle el pésame.
—¡Por favor, llévensela, me fastidia! —replicó la viuda.
—No, mamá, cómo voy a hacer eso, déjela, déjela, seguro es alguna de las empleadas de mi papá. Rosa tranquilizó a su madre.
Ella no tardó en acercársele a la mujer. Con voz frágil le dijo:
—Hay, qué pena, no recuerdo su nombre, gracias por venir.
Petra se quedó callada e hizo el gesto de estar orando. Eran las 9:40 de la noche. En la sala de velación de la Funeraria La Paz había poca gente, unas diez personas acompañaban a la viuda. El velorio se interrumpió. Una montonera de gente subía por la calle octava. Una mujer, ataviada con un vestido anchísimo, lleno de bolsillos repletos de mercancía, gritaba:
—¡Salgan que nos ahogamos, se vino la represa!
Petra quedó inmóvil frente a la viuda.
—¿Se lo ayudo a cargar? —le dijo con voz lastimera.
—No, no… ya para qué, pronto llegará don Gerardo a embalsamarlo, se lo llevará la corriente.
Rosa se despidió de don Honorio:
—Papacito, papacito, nos tenemos que ir, protéjanos —e invitó a Petra a seguirlas.
Petra se negó de manera rotunda. Sin apresurarse, se dirigió nuevamente al ataúd, levantó la tapa con cuidado y se quedó lela, contemplando al muerto, que tenía los ojos cerrados.
Afuera los gritos aumentaban. La sala estaba desierta. El aroma de las flores y una música celestial parecieron embargarla. Recordaba allá, en la hacienda La Dominga, los deslices del patrón de su padre. Ella tenía entonces veintiocho años. Honorio cabalgaba en el moro y la seguía al río, donde ella se bañaba en medio de la naturaleza exuberante, acordonada de maizales que la hicieron desgranar sus frutos ante la dulzura de las cañas que Honorio le partía para que chupara, cañas que se fueron agitando en las tardes y que enloquecieron al jinete.
La muchacha oraba con los ojos cerrados, inclinándose de cuando en cuando, rozando su cara con la del muerto: el aguerrido Honorio Perdomo, sano, bonachón y buen patrón. En una de sus oraciones agregó quejumbrosa:
—¡Amor mío, cuánto te quise! —gemía como una niña chiquita. Se inclinó para besarlo, pero de pronto una mano fuerte la tomó por el cuello.
—¡Petra¡ ¡Mi Petra! —repetía el muerto, enderezándose con movimientos lentos.
La muchacha, como paralizada, lo miró con ojos desorbitados. El hombre le pidió ayuda para no romperse las costillas.
—¡Ay, ay, aaayyy… —gritó, y salió del cajón,
Petra trató de correr pero el hombre la detuvo, abrazándola fuertemente y diciéndole:
—Es nuestra oportunidad, volémonos para siempre. Dejaré una carta en la que diga que por motivo del caos se llevaron al muerto, seguramente para robarle la dentadura de oro, que valía como doce millones de pesos.
La carta la firmó en nombre de don Gerardo, el dueño de la funeraria. Honorio escribió rápidamente la nota. Tomó fuertemente de la mano a Petra, y salieron de prisa.
Hasta hoy nada se sabe del muerto.
—Es la amiga de Rocío —dijo con timidez Vera, su nieta.
—Me extraña que sea amiga de Rocío, ella jamás me la ha nombrado —Claudina levantó los ojos y los dirigió a la mujer que daba la espalda y estaba a no menos de un metro, muy cerca del cajón del muerto.
La mujer vestía de morado y sin elegancia, daba vueltas y miraba a Claudina de reojo, sin atreverse a darle el pésame.
—¡Por favor, llévensela, me fastidia! —replicó la viuda.
—No, mamá, cómo voy a hacer eso, déjela, déjela, seguro es alguna de las empleadas de mi papá. Rosa tranquilizó a su madre.
Ella no tardó en acercársele a la mujer. Con voz frágil le dijo:
—Hay, qué pena, no recuerdo su nombre, gracias por venir.
Petra se quedó callada e hizo el gesto de estar orando. Eran las 9:40 de la noche. En la sala de velación de la Funeraria La Paz había poca gente, unas diez personas acompañaban a la viuda. El velorio se interrumpió. Una montonera de gente subía por la calle octava. Una mujer, ataviada con un vestido anchísimo, lleno de bolsillos repletos de mercancía, gritaba:
—¡Salgan que nos ahogamos, se vino la represa!
Petra quedó inmóvil frente a la viuda.
—¿Se lo ayudo a cargar? —le dijo con voz lastimera.
—No, no… ya para qué, pronto llegará don Gerardo a embalsamarlo, se lo llevará la corriente.
Rosa se despidió de don Honorio:
—Papacito, papacito, nos tenemos que ir, protéjanos —e invitó a Petra a seguirlas.
Petra se negó de manera rotunda. Sin apresurarse, se dirigió nuevamente al ataúd, levantó la tapa con cuidado y se quedó lela, contemplando al muerto, que tenía los ojos cerrados.
Afuera los gritos aumentaban. La sala estaba desierta. El aroma de las flores y una música celestial parecieron embargarla. Recordaba allá, en la hacienda La Dominga, los deslices del patrón de su padre. Ella tenía entonces veintiocho años. Honorio cabalgaba en el moro y la seguía al río, donde ella se bañaba en medio de la naturaleza exuberante, acordonada de maizales que la hicieron desgranar sus frutos ante la dulzura de las cañas que Honorio le partía para que chupara, cañas que se fueron agitando en las tardes y que enloquecieron al jinete.
La muchacha oraba con los ojos cerrados, inclinándose de cuando en cuando, rozando su cara con la del muerto: el aguerrido Honorio Perdomo, sano, bonachón y buen patrón. En una de sus oraciones agregó quejumbrosa:
—¡Amor mío, cuánto te quise! —gemía como una niña chiquita. Se inclinó para besarlo, pero de pronto una mano fuerte la tomó por el cuello.
—¡Petra¡ ¡Mi Petra! —repetía el muerto, enderezándose con movimientos lentos.
La muchacha, como paralizada, lo miró con ojos desorbitados. El hombre le pidió ayuda para no romperse las costillas.
—¡Ay, ay, aaayyy… —gritó, y salió del cajón,
Petra trató de correr pero el hombre la detuvo, abrazándola fuertemente y diciéndole:
—Es nuestra oportunidad, volémonos para siempre. Dejaré una carta en la que diga que por motivo del caos se llevaron al muerto, seguramente para robarle la dentadura de oro, que valía como doce millones de pesos.
La carta la firmó en nombre de don Gerardo, el dueño de la funeraria. Honorio escribió rápidamente la nota. Tomó fuertemente de la mano a Petra, y salieron de prisa.
Hasta hoy nada se sabe del muerto.
1 comentario:
Corto e interesante, me gusta.
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