martes, 25 de octubre de 2011

Juan Bosch, el maestro del cuento latinoamericano

Entre el criollismo, el realismo y los primeros anuncios del realismo mágico, entre los descorazonadores cuadros de la dura realidad latinoamericana de comienzos del siglo XX y una ternura siempre a favor de los perdedores, personajes preferidos de sus cuentos, Juan Bosch es quizás la voz que anuncia y determina para siempre las fronteras del cuento de nuestro continente. Aquí, dos de sus mejores cuentos y una breve aproximación de lo que es para el maestro el oficio del cuentista:


El cuento: entre la emoción y el profesionalismo 

Juan Bosch

Cuando ya dominaba la técnica de escribir en cuento, ya no escribía desplacentándome, sacándome el cuento de la entraña, sino que lo escribía estudiando el cuento fuera de mí. Creo que, generalmente en países sobre todo como América Latina y dado que el cuento tiene una vecindad muy estrecha con la poesía desde el punto de vista de la creación, el cuentista comienza siempre escribiendo así, es decir, sacándose el cuento de la entraña como comienza el poeta: sacándoselo del cuerpo mismo, de sus propias emociones, de sus propios recuerdos, hasta que se profesionaliza. Pero no tiene que profesionalizarse antes de que se le gaste esa cantidad de emoción artística que uno trae encima o que uno trae a la vida. Hay que aprovechar los años de emoción creadora para irse profesionalizando, de manera que cuando ya se acabe la capacidad emotiva de la creación le quede el domino de la técnica, el profesionalismo (Juan Bosch, Cuentos selectos. Ayacucho. 1993: Pág.13).


En un bohío
Juan Bosch

La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pisadas de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansiosos; después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato largo, sumida en una especie de letargo.
   El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería inhabitable desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía una yagua donde ampararse.
   Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más, un poco más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento, ahí enfrente; el condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida y los pomares de abajo; o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio, detrás del bohío.
   Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, deshecha, con ganas de llorar, pero sin lágrimas para hacerlo.
—Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama?
   Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del niño y la sentía arder.
—¿No era taita, mama?
—No —negó—, tu taita viene después.
   El niño cerró los ojos y se puso de lado. Aún en la oscuridad del aposento se le veía la piel lívida.
—Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón nuevo...
   La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos viejos que se pudren por dentro y caen un día, de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía hablar así a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una medicina.
   El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos serenos. Desde que nació había sido callado.
   El cuartucho hedía a tela podrida. La madre —flaca, con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de listado— no podía apreciar ese olor, porque se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces sembradas frente a los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría.
   Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a recibirlo. Cuando él estuvo en el bohío por última vez —justamente dos días antes de entregarse— todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no duraría en la cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos —la hembrita y los dos niños—, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir al monte para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los lienzos de palizada que se pudrían. Después llegó el temporal, aquel condenado temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y barro en el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a pudrirse.
   Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Había mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la había mandado con media docena de huevos que pudo recoger en nidales del monte para que los cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad.
   Sintió pisadas. Esta vez no se engañaba: alguien, montando caballo, se acercaba. Salió al alero del bohío con los músculos del cuello tensos y los ojos duros. Sentía que le faltaba el aire. Miró hacia la subida. Sentía que le faltaba el aire, lo que le obligaba a distender las ventanas de la nariz. De pronto vio un sombrero de cana que ascendía y coligió que un hombre subía la loma. Su primer impulso fue el de entrar; pero algo la sostuvo allí, como clavada. Debajo del sombrero apareció un rostro difuso, después los hombros, el pecho y finalmente el caballo. La mujer vio al hombre acercarse y todavía no pensaba en nada. Cuando el hombre estuvo a pocos pasos, ella le miró los ojos y sintió, más que comprendió, que aquel desconocido estaba deseando algo.
   Había una serie de imágenes vagas pero amargas en la cabeza de la mujer: su hija, los huevos, los niños enfermos, Teo. Todo eso se borró de golpe a la voz del hombre.
—Saludo —había dicho él.
   Sin saber cómo lo hacía, ella extendió la mano y suplicó:
—Déme algo, alguito.
   El hombre la midió con los ojos, sin bajar del caballo. Era una mujer flaca y sucia, que tenía mirada de loca, que sin duda estaba sola y que sin duda, también, deseaba a un hombre.
—Déme alguito —insistía ella.
   Y de súbito en esa cabeza atormentada penetró la idea de que ese hombre volvía de La Vega, y si había ido a vender algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida, medicinas. Además comprendió que era un hombre y que le veía como a mujer.
—Bájese —dijo ella, muerta de vergüenza.
   El hombre se tiró del caballo.
—Yo no más tengo medio peso —aventuró él.
   Serena ya, dueña de sí, ella dijo:
—Ta bien, dentre.
   El hombre perdió su recelo y pareció sentir una súbita alegría. Agarró la jáquima del caballo y se puso a amarrarla al pie del bohío. La mujer entró, y de pronto, ya vencido el peor momento, sintió que se moría, que no podía andar, que Teo llegaba, que los niños no estaban enfermos. Tenía ganas de llorar y de estar muerta.
   El hombre entró preguntando:
—¿Aquí?
   Ella cerró los ojos e indicó que hiciera silencio. Con una angustia que no le cabía en el alma, se acercó a la puerta del aposento; asomó la cabeza y vio a los niños dormitar. Entonces dio la cara al extraño y advirtió que hedía a sudor de caballo. El hombre vio que los ojos de la mujer brillaban duramente, como los de los muertos.
—Unjú, aquí —afirmó ella.
   El hombre se le acercó, respirando sonoramente, y justamente en ese momento ella sintió sollozos afuera. Se volvió. Su mirada debía cortar como una navaja. Salió a toda prisa, hecha un haz de nervios. La niña estaba allí, arrimada al alero, llorando, con los ojos hinchados. Era pequeña, quemada, huesos y pellejos nada más.
—¿Qué te pasó, Minina? —preguntó la madre.
   La niña sollozaba y no quería hablar. La madre perdió la paciencia.
—¡Diga pronto!
—En el río —dijo la pequeña—; pasando el río... Se mojó el papel y na más quedó esto.
   En el puñito tenía todo el arroz que había logrado salvar. Seguía llorando, con la cabeza metida en el pecho, recostada contra las tablas del bohío.
   La madre sintió que ya no podía más. Entró, y sus ojos no acertaban a fijarse en nada. Había olvidado por completo al hombre, y cuando lo vio tuvo que hacer un esfuerzo para darse cuenta de la situación.
—Vino la muchacha, mi muchacha... Váyase —dijo.
   Se sentía muy cansada y se arrimó a la puerta. Con los ojos turbios vio al hombre pasarle por el lado, desamarrar la jáquima y subir al caballo; después lo siguió mientras él se alejaba. Ardía el sol sobre el caminante y enfrente mugía la brisa. Ella pensaba: “Medio peso, medio peso perdido”.
—Mama —llamó el niño adentro—. ¿No era taita? ¿No tuvo aquí taita?
Pasándole la mano por la frente, que ardía como hierro al sol, ella se quedó respondiendo:
—No, jijo. Tu taita viene dispués, más tarde.


La mujer
Juan Bosch

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
   Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
   La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
   A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
   También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
   La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
   La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
   A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por auto".
   Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
   Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

***
   El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
―¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonzada!
―Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó ―quería ella explicar.
―¿Que no? ¡Ahora verás!
   Y volvía a golpearla.
   El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía a la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.
   Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
   Le dijo después que se marchara con su hijo:
―¡Te mataré si vuelves a esta casa!
   La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.

***
   Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre.
   Chepe entró por el patio.
―¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada!
   Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
   Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
   El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
   La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
   La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
   Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
   La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
   La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos, embutidos en el acero.

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