El galancillo trepó con destreza por la enredadera hasta alcanzar el balcón, apretando una rosa entre los dientes. Conocida es en la ciudad su habilidad para asaltar balcones y desplumar mujeres adineradas; renombrada es también su dama de esta noche. Con esta conquista, piensa, subirá su cotización, y qué importa otro más a su ya larga lista de maridos ofendidos. Con determinación empuja la puerta, convenidamente desasegurada, y penetra a la habitación moviéndose en la oscuridad, con la precisión de un gato. Desde la cama, una voz modulada le da la bienvenida:
—Llegas precipitado.
—Jamás hago esperar a una dama —responde el galancillo, adelantando la rosa.
—¡Traes tu propia rosa! ¿Tienes miedo?
—¿Miedo? Ansiedad. He soñado este momento, amada mía.
—¿Amada mía? Logras confundirme.
—No digas nada —dice el galancillo con seguridad—. Ven acá.
—Tú sí sabes cumplir citas, es tu hora —dice la muerte—. Hoy entrarás conmigo a la eternidad.
—Llegas precipitado.
—Jamás hago esperar a una dama —responde el galancillo, adelantando la rosa.
—¡Traes tu propia rosa! ¿Tienes miedo?
—¿Miedo? Ansiedad. He soñado este momento, amada mía.
—¿Amada mía? Logras confundirme.
—No digas nada —dice el galancillo con seguridad—. Ven acá.
—Tú sí sabes cumplir citas, es tu hora —dice la muerte—. Hoy entrarás conmigo a la eternidad.
Y se fundieron en un amoroso abrazo, entre gemidos y sollozos.
A la mañana siguiente, en la página interior de un diario local, en una corta reseña judicial, sorprendido en flagrancia y abatido como ladrón, termina su historia este don Juan de pacotilla.
A la mañana siguiente, en la página interior de un diario local, en una corta reseña judicial, sorprendido en flagrancia y abatido como ladrón, termina su historia este don Juan de pacotilla.
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