Néstor Enrique Sánchez Arias
¡Vamos tío, a la que quiere fuego se le da candela!, decía Juan Torres, compañero de trabajo, refiriéndose a las mujeres coquetas. De joven lo tuve claro, pero a lo nuestro: “A papaya dada, papaya partida”. Ya hace ocho abriles que vivo en Madrid, España. Las tías con las que he tropezado son frías y dominantes. En cambio, las flores de mi tierra son dulzura y calidez, y en el lecho dejan escapar una leve sonrisa o un prolongado suspiro, encanto que la distancia ha hecho perder.
En julio conocí a Paula Isabel, de eso hace año y medio. La colonia colombiana se reunía en el Palacio de Congresos de Madrid para celebrar el festejo de la Patria. Y allí estaba, relumbrando con su piel blanca y su pelo rubio y abundante. Mientras ella leía La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, yo ojeaba la catedral de su cuerpo: pechos a punto de erupción; cintura a la medida de mis brazos; piernas gallardas y deliciosas. Pero tal vez fue su apatía lo que más me interesó. Ella habita en este Estado desde hace seis. Definitivamente el mundo no es tan grande como parece. Ella del mismo terruño y sólo el destino nos cruzó por estos lares. Hoy cumplimos ocho meses de casados.
Con la esperanza del deleite de los años decidimos regresar a Colombia. Compramos hace poco, a través de la Red, un apartamento en el norte de Neiva. Mi mujer se encaprichó tanto con el inmueble que se cegó ante otros más bonitos y económicos.
―Éste es, éste es y punto ―repetía hasta la saciedad.
No atinaba el encanto que pudiera atrapar aquella propiedad. Con razón anotaba Napoleón que “las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo”. Claro que yo, aunque huí, no gane.
Mi mujer no alcanzó a conocer a mis padres ni yo personalmente a su madre, aunque con la suegra hablé por teléfono un par de veces, tiempo suficiente para entrar al club de los que no gustamos de aquéllas. La vieja es encopetada y poco agradable. Sin embargo, a mi mujer le digo lo que quiere escuchar: “¡Amor, tu mami es divina y me recuerda mucho a mi madre”!
Llegué primero a Colombia. Mi mujer lo hará en dos semanas, pues aún le faltan cosas por arreglar.
—Cariño, cuando regrese a Colombia te daré una grata sorpresa —dijo al despedirse.
Me emocioné tanto que pensé: “¿Estaría embarazada o tal vez le darían una buena liquidación?”. ¡Bueno, sea cual fuere la sorpresa, sorpresa es, por tanto ha de ser agradable!
Toda mi vida he habitado en apartamentos, me gustan por su seguridad y…, bueno, por las vecinas. Uno no sabe cuándo se les ofrezca una tacita de azúcar, o quizás una complaciente manita de fontanería.
Nuestro apartamento se ubica en una edificación nueva. En cada piso hay cuatro viviendas. Dos apartamentos comparten el mismo lado, con otros dos al frente, enlazándose por sus terrazas de barandas anchas en hierro forjado.
Al tercer día de estar allí tropecé en las escalinatas del tercer piso con una mujer, madura por cierto pero de espíritu joven. Me saludó con entusiasmo. La veterana estaba como de combate. Quedé tan deslumbrado que indagué acerca de ella. Era mi vecina. “La cuchi tiene un jurgo de cirugías y no deja títere parado”, comentó el portero. El vecino del primer piso, con el que cruce algunas palabras, dijo: “La mujer tiene tres divorcios encima y no se le conocen hijos. Cuando se le pregunta por su edad responde: ¿cuánto le sirve?”.
Aquel encuentro con la vecina deshojó mis ojos, lo que hacía desear ser presa del resto de mi cuerpo. Su pelo largo y liso, arrojado hacia delante, fácilmente serviría de vestido a sus afilados senos. Llegado el mediodía se asomaba en la terraza. Su falda se encontraba más arriba que de costumbre. Lentamente contoneaba su cintura, al tiempo que en ocasiones inclinaba su tronco como tratando de arreglar las plantas que engalanaban la azotea. Sin embargo, era tan precisa su puntería que proyectaba sus nalgas de silicona justo en mi mirada. Mi cuerpo se erizaba y mi sangre hervía a chorros. La ojeada no la inmutaba. Continuaba con sus movimientos apasionados más por premeditación que por naturaleza. Y al acecho del calor del mediodía, escurría con pasión la humedad de sus pechos y muslos. Luego acomodaba su silla frente a la mía. Se sentaba como llevada por los ángeles. No cruzaba sus piernas. Cubría su rostro con la última revista de farándula. Yo aferraba mis ojos como imán a su entrepierna. En ocasiones bajaba el impreso, notándose pensativa al atrapar su dedo índice con sus carnosos labios. Al cabo de quince minutos se levantaba y, sin siquiera despedirse, ingresaba a su morada.
Aunque las ganas me perturbaban no me atrevía a golpear en su puerta. “¿Serán los años o la fuerza del sacramento?”, pensaba. Sólo el día anterior al viaje de mi esposa me encontré de nuevo con la vecina en la zona verde del edificio. La saludé tímidamente. Ella me correspondió y con la confianza que da el tiempo se me acercó. Tomó mi mano y me arrastró hacia la profundidad del jardín. No hubo presentación formal. Simplemente pasó lo que pasó. Parecíamos hambrientos. Al término de la dicha, con la complicidad que da el silencio, la acompañé hasta su puerta y, aturdido, ingrese por la mía.
Mi mujer regresó como estaba previsto. Yo llegué quince minutos antes del mediodía, ella, a media mañana. Pensaba en mi vecina pero también en mi mujer. Paula se veía ansiosa, pero con más ganas de ver a su mamá. La saludé con un beso de estrella fugaz. No le pregunté cómo le había ido en el viaje; además, debía estar cansada. Tomé apresurado el periódico y saqué la jarra de limonada de la nevera. Con el afán que sólo da la ida al baño corrí hacia la terraza. Mi mujer se aprestó a pedir el almuerzo. Ubiqué la silla en espera de mi vecina. Al instante apareció. El exhibicionismo fue aún más intenso. La contemplé como siempre. Mientras la función avanzaba, tomaba grandes sorbos de limonada para conjurar el efecto que la sangre causaba en mi cuerpo. Paula pidió que le alistara la mesa. Hice caso omiso. De repente se escuchó el fuerte timbrazo de un celular. No era el mío ni provenía de mi hogar. La vecina lo sacó de entre sus pechos. Habló por unos minutos y, como si se tratará de una trágica noticia, lo arrojó con todas sus fuerzas al suelo. Se notaba angustiada. El hecho me preocupó. Me levanté de la silla presto a acudir en su ayuda. En ese instante apareció mi mujer. Saludó en la distancia con efusión de manos a mi vecina. Quedé atónito.
—Amor, invité a almorzar a tú suegra, alístate, sólo tardará unos pasos ―dijo Paula en tono de gozo.
“Qué suegras ni qué carazos”, pensé. No tenía cabeza para nada más. Ahora sólo me preocupaban dos cosas: lo que le había acontecido a mi vecina y por qué carajos ellas dos se conocían. De repente la vecina desapareció.
Por cierto, mi suegra no fue a almorzar y de mi vecina nunca se volvió a saber nada.
¡Vamos tío, a la que quiere fuego se le da candela!, decía Juan Torres, compañero de trabajo, refiriéndose a las mujeres coquetas. De joven lo tuve claro, pero a lo nuestro: “A papaya dada, papaya partida”. Ya hace ocho abriles que vivo en Madrid, España. Las tías con las que he tropezado son frías y dominantes. En cambio, las flores de mi tierra son dulzura y calidez, y en el lecho dejan escapar una leve sonrisa o un prolongado suspiro, encanto que la distancia ha hecho perder.
En julio conocí a Paula Isabel, de eso hace año y medio. La colonia colombiana se reunía en el Palacio de Congresos de Madrid para celebrar el festejo de la Patria. Y allí estaba, relumbrando con su piel blanca y su pelo rubio y abundante. Mientras ella leía La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, yo ojeaba la catedral de su cuerpo: pechos a punto de erupción; cintura a la medida de mis brazos; piernas gallardas y deliciosas. Pero tal vez fue su apatía lo que más me interesó. Ella habita en este Estado desde hace seis. Definitivamente el mundo no es tan grande como parece. Ella del mismo terruño y sólo el destino nos cruzó por estos lares. Hoy cumplimos ocho meses de casados.
Con la esperanza del deleite de los años decidimos regresar a Colombia. Compramos hace poco, a través de la Red, un apartamento en el norte de Neiva. Mi mujer se encaprichó tanto con el inmueble que se cegó ante otros más bonitos y económicos.
―Éste es, éste es y punto ―repetía hasta la saciedad.
No atinaba el encanto que pudiera atrapar aquella propiedad. Con razón anotaba Napoleón que “las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo”. Claro que yo, aunque huí, no gane.
Mi mujer no alcanzó a conocer a mis padres ni yo personalmente a su madre, aunque con la suegra hablé por teléfono un par de veces, tiempo suficiente para entrar al club de los que no gustamos de aquéllas. La vieja es encopetada y poco agradable. Sin embargo, a mi mujer le digo lo que quiere escuchar: “¡Amor, tu mami es divina y me recuerda mucho a mi madre”!
Llegué primero a Colombia. Mi mujer lo hará en dos semanas, pues aún le faltan cosas por arreglar.
—Cariño, cuando regrese a Colombia te daré una grata sorpresa —dijo al despedirse.
Me emocioné tanto que pensé: “¿Estaría embarazada o tal vez le darían una buena liquidación?”. ¡Bueno, sea cual fuere la sorpresa, sorpresa es, por tanto ha de ser agradable!
Toda mi vida he habitado en apartamentos, me gustan por su seguridad y…, bueno, por las vecinas. Uno no sabe cuándo se les ofrezca una tacita de azúcar, o quizás una complaciente manita de fontanería.
Nuestro apartamento se ubica en una edificación nueva. En cada piso hay cuatro viviendas. Dos apartamentos comparten el mismo lado, con otros dos al frente, enlazándose por sus terrazas de barandas anchas en hierro forjado.
Al tercer día de estar allí tropecé en las escalinatas del tercer piso con una mujer, madura por cierto pero de espíritu joven. Me saludó con entusiasmo. La veterana estaba como de combate. Quedé tan deslumbrado que indagué acerca de ella. Era mi vecina. “La cuchi tiene un jurgo de cirugías y no deja títere parado”, comentó el portero. El vecino del primer piso, con el que cruce algunas palabras, dijo: “La mujer tiene tres divorcios encima y no se le conocen hijos. Cuando se le pregunta por su edad responde: ¿cuánto le sirve?”.
Aquel encuentro con la vecina deshojó mis ojos, lo que hacía desear ser presa del resto de mi cuerpo. Su pelo largo y liso, arrojado hacia delante, fácilmente serviría de vestido a sus afilados senos. Llegado el mediodía se asomaba en la terraza. Su falda se encontraba más arriba que de costumbre. Lentamente contoneaba su cintura, al tiempo que en ocasiones inclinaba su tronco como tratando de arreglar las plantas que engalanaban la azotea. Sin embargo, era tan precisa su puntería que proyectaba sus nalgas de silicona justo en mi mirada. Mi cuerpo se erizaba y mi sangre hervía a chorros. La ojeada no la inmutaba. Continuaba con sus movimientos apasionados más por premeditación que por naturaleza. Y al acecho del calor del mediodía, escurría con pasión la humedad de sus pechos y muslos. Luego acomodaba su silla frente a la mía. Se sentaba como llevada por los ángeles. No cruzaba sus piernas. Cubría su rostro con la última revista de farándula. Yo aferraba mis ojos como imán a su entrepierna. En ocasiones bajaba el impreso, notándose pensativa al atrapar su dedo índice con sus carnosos labios. Al cabo de quince minutos se levantaba y, sin siquiera despedirse, ingresaba a su morada.
Aunque las ganas me perturbaban no me atrevía a golpear en su puerta. “¿Serán los años o la fuerza del sacramento?”, pensaba. Sólo el día anterior al viaje de mi esposa me encontré de nuevo con la vecina en la zona verde del edificio. La saludé tímidamente. Ella me correspondió y con la confianza que da el tiempo se me acercó. Tomó mi mano y me arrastró hacia la profundidad del jardín. No hubo presentación formal. Simplemente pasó lo que pasó. Parecíamos hambrientos. Al término de la dicha, con la complicidad que da el silencio, la acompañé hasta su puerta y, aturdido, ingrese por la mía.
Mi mujer regresó como estaba previsto. Yo llegué quince minutos antes del mediodía, ella, a media mañana. Pensaba en mi vecina pero también en mi mujer. Paula se veía ansiosa, pero con más ganas de ver a su mamá. La saludé con un beso de estrella fugaz. No le pregunté cómo le había ido en el viaje; además, debía estar cansada. Tomé apresurado el periódico y saqué la jarra de limonada de la nevera. Con el afán que sólo da la ida al baño corrí hacia la terraza. Mi mujer se aprestó a pedir el almuerzo. Ubiqué la silla en espera de mi vecina. Al instante apareció. El exhibicionismo fue aún más intenso. La contemplé como siempre. Mientras la función avanzaba, tomaba grandes sorbos de limonada para conjurar el efecto que la sangre causaba en mi cuerpo. Paula pidió que le alistara la mesa. Hice caso omiso. De repente se escuchó el fuerte timbrazo de un celular. No era el mío ni provenía de mi hogar. La vecina lo sacó de entre sus pechos. Habló por unos minutos y, como si se tratará de una trágica noticia, lo arrojó con todas sus fuerzas al suelo. Se notaba angustiada. El hecho me preocupó. Me levanté de la silla presto a acudir en su ayuda. En ese instante apareció mi mujer. Saludó en la distancia con efusión de manos a mi vecina. Quedé atónito.
—Amor, invité a almorzar a tú suegra, alístate, sólo tardará unos pasos ―dijo Paula en tono de gozo.
“Qué suegras ni qué carazos”, pensé. No tenía cabeza para nada más. Ahora sólo me preocupaban dos cosas: lo que le había acontecido a mi vecina y por qué carajos ellas dos se conocían. De repente la vecina desapareció.
Por cierto, mi suegra no fue a almorzar y de mi vecina nunca se volvió a saber nada.
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