martes, 9 de diciembre de 2008

Prólogo a la Revista Letras calientes No 2. Taller "José Eustasio Rivera", RENATA, Neiva

Prólogo
Betuel Bonilla Rojas

Hace algo más de seis meses, emocionados por lo que era entonces nuestra primera publicación en el taller “José Eustasio Rivera”, Renata Neiva, la revista Letras calientes, quisimos coger el cielo con las manos y anunciamos, sin el menor sonrojo, que nuestra publicación tendría un carácter trimestral, algo así como cuatro números al año. Por supuesto, a eso me animaba el proceso creativo del grupo, ese entusiasmo colectivo que nos llevaba a desbordar los límites impuestos a lo humano y a lo provincial y que nos hacía prever, para fortuna nuestra, una labor creativa sin ninguna orilla. En este segundo número, ahora sí con sonrojo, pedimos disculpas por ese inaugural incumplimiento.
“No hay nada que me guste más que tomar un relato que he tenido en casa por un tiempo y volver a trabajarlo”, dijo en alguna ocasión Raymond Carver. Y esta frase de nuestro principal maestro de la sencillez, el extraordinario autor de Tres rosas amarillas, nos viene como anillo al dedo para justificar —qué cosa más inútil— nuestra pecaminosa impuntualidad. Pero es que en la medida en que el grupo ha ido creciendo (en número y en calidad), en la medida en que cada autor ha ido descubriendo su voz, los retos, los celos y las prevenciones también han experimentado su propio desarrollo. Ya no se trata de la precocidad tipo Rubén Darío o Rimbaud, o del prurito esnobista de ver la creación en letra de imprenta, como le pasó a Proust con Los placeres y los días. Se trata, creo yo, más bien de una especie de pudor, de respeto por el oficio, de consecuencia entre lo leído y lo escrito.
“Tres renglones tachados valen más que uno añadido”, escribió Augusto Monterroso. Y si quien asumió la brevedad como un oficio nos dictó cátedra de la depuración casi obsesiva del ripio, ¿quiénes éramos nosotros para desafiar las tantas líneas ya escritas? Entonces tachar, borrar y suprimir se convirtió en una práctica consuetudinaria del Taller. Valía más, quién lo creyera, aquel escritor que se jactaba no tanto de la copiosidad de lo publicado, sino de la cantidad de ideas que iban a parar al cesto de la basura, o al rincón harto sospechoso de la materia narrativa posiblemente abordable. Y en esas desconfianzas difícilmente pudimos recopilar el material para este segundo número.
Existe otra circunstancia, además, que vale la pena referir. Nosotros pertenecemos a una Red (RENATA), y esto, creo yo, nos confiere un cierto carácter de hermandad, de lazos comunes, de búsquedas que corren en una misma dirección, así sea por caminos distintos. Yo no concibo una Red, al menos con ese rótulo ostentoso, si no se tejen los hilos que vayan perfilando el tejido. Por supuesto, en toda red hay puntadas que unen, y orificios que separan. Por fortuna, se impone la primera idea, la de aquello imbricado; lo otro, la oquedad, pertenece a lo externo a la propia red, a la fuga, a la ausencia de compromiso, al sueño prepotente de acapararlo todo en soledad. Si los hilos atrapan, el vacío propicia la huida.
Y en ese propósito de la Red, entendida en su más romántica concepción, quisimos que esta revista fuera en primera instancia de Neiva, del Huila, pero con la idea de ir vinculando, número tras número, a los talleristas y los productos de otras regiones. También eso, lo entendimos luego, lleva tiempo, implica no sólo el pudor particular de nuestro grupo, sino el de los otros, de esas otras dinámicas y ritmos que se generan en la dispar geografía colombiana.
Así, tenemos en este segundo número, por fin, textos del taller “José Eustasio Rivera”, de Neiva, del de niños, de Quibdo, y del taller “Maniguaje”, de Florencia.
Con Eugenio, a las orillas del Atrato, bastó un solo contacto para poner de presente nuestra común simpatía hacia la idea del trabajo de base. Los niños del taller de Eugenio son perfectamente desobedientes, como queremos que sean los niños, y dicha desobediencia es lo que les permite vislumbrar salidas mediante la literatura a sus destinos aciagos. Basta verlos en sus sesiones para entender como la literatura es su fuente de vida, como ese pequeño espacio físico es tan amplio y sin límites como el universo mismo cuando de crear se trata.
Con Hermínsul ya veníamos conversando hacía rato y él, como excelente guía, aceptó la invitación pensando, creo yo, en que cualquier inclusión exterior es una oportunidad para sus alumnos. A ellos dos, desde los miembros de Renata Neiva, muchas gracias.
Como es filosofía de nuestro Taller, aparecen vinculados a este segundo número autores que no aparecieron en nuestra primera edición. Ellos: Carlos, Manuel y Néstor fueron, como los niños del taller de Eugenio, desobedientes: “Hay que aprender a desechar. Un buen escritor no se conoce tanto por lo que publica como por lo que echa al cesto de la basura”, nos restriega García Márquez. Creerse eso a pie juntillas, así lo diga el Nobel, es tan desaconsejable como lo otro. Si no se publica, cualquiera sea el medio, perteneceremos al terreno de los escritores por decreto, a esos muchachos que, como refería Mallarmé, tienen muchas ideas pero olvidan que la literatura no se hace sólo con ideas, sino con palabras. Por eso, por su irrespetuosa desobediencia, están aquí. Si les sobra algo, si les quedó algo por tachar o por enmendar, si fueron impiadosos con el mandato de los maestros, ustedes juzgarán.
Mientras tanto disfruten este segundo número de Letras calientes; disfruten los textos de los escritores propios y de los invitados; disfruten de las ilustraciones hechas en especial para nuestra revista por el pintor y escritor Miguel de León, nuestro principal aliado en la idea de seguir platicando semana tras semana sobre el sublime ejercicio de la creación espiritual. Más adelante, quizás en un próximo semestre, si algo nos queda después de tanto borrar, tendremos el número tres, con otros departamentos invitados, con la Red cada vez más grande, como queremos todos.
Nuestro agradecimiento especial a los miembros de la Directiva de Renata a nivel nacional: a Melba Escobar, a Nahum Montt, a Jenny Pineda, a María Paula Alzate. Son ellos quienes lanzan la Red y la dirigen hacia aguas seguras. También al doctor Douglas Alfonso Romero Sánchez, Secretario de Cultura y Turismo del Huila, porque sabemos que con su concurso, su diligencia y su iniciativa el camino de Renata Neiva en el 2008 fue una realidad y porque, hacia el 2009, sabemos que marcha por buena ruta. Igualmente, nuestro agradecimiento al escritor Guillermo González Otálora, un aliado a toda prueba de la gestión de Renata.
A todos los amigos que han querido siempre pertenecer a Renata, que han confiado en el proceso, pero que por razones de sus oficios cotidianos no han podido llegar aún, seguimos aguardando por ellos. Esperamos que lleguen nuevas voces, nuevos talentos, y que todas esas incursiones signifiquen mayores fortalezas para nuestro proceso.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Betuel Bonilla Rojas y Ana María Shua


Primer Encuentro Nacional de Minicuento "Luis Vidales". Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, octubre 30 y 31 de 2008

martes, 14 de octubre de 2008

Visita de Nahum Montt, director nacional de Renata, al taller "José Eustasio Rivera", Renata Neiva


Minicuentos

Manuel Ricardo Pinzón

Separados
Se levantó bañado en sudor, sus sabanas pintadas de escarlata y a su lado su pareja, ya sin exhalar aliento alguno. Entonces recordó las palabras del sacerdote, dichas años atrás:”Hasta que la muerte los separe”, y sonrió.


¿Lúcido?
Una punzada que me calma, y luego… ¿En dónde estoy? Un blanco inmaculado se impone y me niega toda respuesta; me irrito, obviamente. Arremeto contra todo en busca de calmar mi ira. Intentos en vano, ese todo resulta ser un gran nada. Grito, grito y grito pero la única respuesta que tengo es la perpetua soledad. ¡Qué horror! No veo mi cuerpo, pues éste se confunde con ese blanco omnipresente; ya hasta mis brazos me ha quitado. Pienso tal vez en esperar, pero cómo esperar en donde no hay tiempo, no tiene sentido.
Un haz de luz de la nada le da la entrada a un hombre… ¡También de blanco! ¿Dios mío, por qué te empeñas en atormentarme con tanto blanco?... El hombre me habla y me habla pero yo sin entenderle nada. ¿Habré perdido ya el entendimiento? En últimas otra punzada calmante. Ahora sí sólo me queda soportarme en mi razón y aguantar, el único problema es que no sé si ella es la que me hace falta.

jueves, 28 de agosto de 2008

Flor Alba Balcero y Hugo Chaparro Valderrama


Mundo gemelo

Carlos Anacona
Abuelo, cuéntame un cuento, es de noche y no logro conciliar el sueño. Cuéntame un cuento de aquellos de tu tiempo, cuando compartías con la naturaleza, un cuento de ésos donde existían animales y una gran vegetación, agua potable y un aire respirable; cuéntame uno de esos cuentos que me hacen soñar que la vida un día fue mejor; espera, abuelo, agrego volumen al intercomunicador virtual y configuro mejor tu rostro en el visualizador de mi nave espacial. Tus cuentos son los que mantienen vivos mis deseos de buscar un planeta con las características del que tú llamabas el planeta azul; según tus archivos ocultos para mí y sólo para mí en la caja de seguridad que creaste dentro de la computadora central de nuestra colonia, con acceso sólo de mi genética. Tú fuiste el último en ver aquellos paisajes, y gracias a tu creación salvaste nuestro linaje de la destrucción. Según el libro sagrado, cuando se levantó nación contra nación en una guerra genocida, biológica, que destruyó la atmósfera y toda posibilidad de vida. Cuéntame ese cuento para no desfallecer en mi intento de encontrar un planeta como el de tus antepasados. De acuerdo a tus archivos y coordenadas existe otro en la galaxia. Tus estudios fueron exactos y precisos. Nadie creía en ti y te trataron como el loco de la colonia. Después de deberte la vida, nadie te respetó, pero en esa colonia nací yo. Me adoptaste, me mostraste la sabiduría oculta en ti. Cuando dijeron que mal me influenciabas nos separaron. Tú me dejaste pistas en la nave, pistas que he recopilado y estudiado, pistas que me llevaron a huir de la tripulación. En mi nave de soñador pretendo encontrar el mundo gemelo de tus sueños.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Dora Marcela Gutiérrez y Hugo Chaparro Valderrama


Antitetánica

Néstor Alfonso Romero
Miren, iba bajando del barrio de invasión cuando los vi. Delante de mí se miraron con malicia y aunque alcancé a olfatear el peligro no reaccioné, me confié, ustedes saben, por aquí es tan calmado. Cómo me iba a imaginar que era un atraco. Eran cuatro y yo uno, no más; tenían cuchillos y sin embargo quise huir. No tuve tiempo y miren, me chuzaron. Cuando uno de ellos me mando “el viaje” instintivamente puse el brazo para defenderme, y vean, me abrieron el brazo, casi por la mitad. Son como quince centímetros. No se imaginan la cantidad de sangre que he perdido. Además, llevo caminando como diez minutos después de haber corrido, como nunca, otros diez, cuando vi la sangre y la herida. Mi mujer está en la U, estudiando, pero igual que yo, sin plata. Yo saco las arepas como a las cinco. Son las nueve de la mañana. Mi dinero lo tengo invertido en maíz y carne para los pinchos, por eso a las vecinas las molesto a ver si me prestan los primeros auxilios y me colaboran para ir al hospital a mandarme poner la antitetánica y a que me remienden con aguja e hilo esta “tronera”. Puse el brazo empapado de sangre sobre una bayetilla húmeda que encontré sobre el mostrador. Ellas, las dos hermanas, que sólo escuchaban con desconfianza mi historia no pudieron sostener sus dudas ante la herida y se apresuraron a sacar algodón, alcohol, y a hacer un enjuague con jabón quirúrgico. Colocaron una ponchera de plástico debajo del antebrazo e hicieron lo que pudieron, pero la piel separada y rasgada, por algo de punta muy fina, había logrado hacer un surco de casi medio centímetro y tenía que ser cocida. Ellas no lo podían hacer; de hecho, la limpieza que acababan de realizar nunca antes la hicieron con nadie. Yo me quejaba de vez en cuando, dando mi mejor actuación. Hacía muecas de un dolor que no sentía, porque el brazo estaba adormecido, aunque no tanto como mi cerebro. Al mirarlas afanarse las detallé y pensé que era saludable para ellas hacer lo que estaban haciendo. “Beatas consumadas, me repugnaban a veces, les grité con los ojos, es mejor practicar la caridad que rezar por horas”. Siempre las quise timar, como fuera, y la herida era una gran oportunidad. En qué se gustarían la platica esas viejitas cacrecas que si acaso comían. Las odiaba. Sabía que habían echado al marido de una de ellas porque era brujo, porque vivía de hacer conjuros y ligaduras, de vender riegos y sahumerios, porque se reía tan estrepitosamente que se escuchaba a dos kilómetros. Él fue quien montó el almacén “esotérico”, fabricando veladoras de colores y productos para “los trabajos”. Pero ellas, su mujer y su hermana, lo echaron a la calle. Por fin las convencí, llorando del “dolor” y la desesperación, y accedieron a mis súplicas así como a su cartera. Esa mañana volví a la olla a comprar dosis doble. Me alcanzó para el bazuco, conseguí cigarrillos, encendedor no; éste estaba en mi bolsillo, como yo, que se prendía. Con esa ansiedad propia del mal de estómago quise volver al cafetal donde, con la afilada punta de un nudo de alambre de una cuerda de púa, unas dos horas antes, al salir presuroso, “paniquiao”, me causara la herida. Pero no, trepé montaña arriba a consumir en otro de mis “parches” favoritos.

miércoles, 18 de junio de 2008

Mi vecina

Néstor Enrique Sánchez Arias

¡Vamos tío, a la que quiere fuego se le da candela!, decía Juan Torres, compañero de trabajo, refiriéndose a las mujeres coquetas. De joven lo tuve claro, pero a lo nuestro: “A papaya dada, papaya partida”. Ya hace ocho abriles que vivo en Madrid, España. Las tías con las que he tropezado son frías y dominantes. En cambio, las flores de mi tierra son dulzura y calidez, y en el lecho dejan escapar una leve sonrisa o un prolongado suspiro, encanto que la distancia ha hecho perder.
En julio conocí a Paula Isabel, de eso hace año y medio. La colonia colombiana se reunía en el Palacio de Congresos de Madrid para celebrar el festejo de la Patria. Y allí estaba, relumbrando con su piel blanca y su pelo rubio y abundante. Mientras ella leía La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, yo ojeaba la catedral de su cuerpo: pechos a punto de erupción; cintura a la medida de mis brazos; piernas gallardas y deliciosas. Pero tal vez fue su apatía lo que más me interesó. Ella habita en este Estado desde hace seis. Definitivamente el mundo no es tan grande como parece. Ella del mismo terruño y sólo el destino nos cruzó por estos lares. Hoy cumplimos ocho meses de casados.
Con la esperanza del deleite de los años decidimos regresar a Colombia. Compramos hace poco, a través de la Red, un apartamento en el norte de Neiva. Mi mujer se encaprichó tanto con el inmueble que se cegó ante otros más bonitos y económicos.
―Éste es, éste es y punto ―repetía hasta la saciedad.
No atinaba el encanto que pudiera atrapar aquella propiedad. Con razón anotaba Napoleón que “las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo”. Claro que yo, aunque huí, no gane.
Mi mujer no alcanzó a conocer a mis padres ni yo personalmente a su madre, aunque con la suegra hablé por teléfono un par de veces, tiempo suficiente para entrar al club de los que no gustamos de aquéllas. La vieja es encopetada y poco agradable. Sin embargo, a mi mujer le digo lo que quiere escuchar: “¡Amor, tu mami es divina y me recuerda mucho a mi madre”!
Llegué primero a Colombia. Mi mujer lo hará en dos semanas, pues aún le faltan cosas por arreglar.
—Cariño, cuando regrese a Colombia te daré una grata sorpresa —dijo al despedirse.
Me emocioné tanto que pensé: “¿Estaría embarazada o tal vez le darían una buena liquidación?”. ¡Bueno, sea cual fuere la sorpresa, sorpresa es, por tanto ha de ser agradable!
Toda mi vida he habitado en apartamentos, me gustan por su seguridad y…, bueno, por las vecinas. Uno no sabe cuándo se les ofrezca una tacita de azúcar, o quizás una complaciente manita de fontanería.
Nuestro apartamento se ubica en una edificación nueva. En cada piso hay cuatro viviendas. Dos apartamentos comparten el mismo lado, con otros dos al frente, enlazándose por sus terrazas de barandas anchas en hierro forjado.
Al tercer día de estar allí tropecé en las escalinatas del tercer piso con una mujer, madura por cierto pero de espíritu joven. Me saludó con entusiasmo. La veterana estaba como de combate. Quedé tan deslumbrado que indagué acerca de ella. Era mi vecina. “La cuchi tiene un jurgo de cirugías y no deja títere parado”, comentó el portero. El vecino del primer piso, con el que cruce algunas palabras, dijo: “La mujer tiene tres divorcios encima y no se le conocen hijos. Cuando se le pregunta por su edad responde: ¿cuánto le sirve?”.
Aquel encuentro con la vecina deshojó mis ojos, lo que hacía desear ser presa del resto de mi cuerpo. Su pelo largo y liso, arrojado hacia delante, fácilmente serviría de vestido a sus afilados senos. Llegado el mediodía se asomaba en la terraza. Su falda se encontraba más arriba que de costumbre. Lentamente contoneaba su cintura, al tiempo que en ocasiones inclinaba su tronco como tratando de arreglar las plantas que engalanaban la azotea. Sin embargo, era tan precisa su puntería que proyectaba sus nalgas de silicona justo en mi mirada. Mi cuerpo se erizaba y mi sangre hervía a chorros. La ojeada no la inmutaba. Continuaba con sus movimientos apasionados más por premeditación que por naturaleza. Y al acecho del calor del mediodía, escurría con pasión la humedad de sus pechos y muslos. Luego acomodaba su silla frente a la mía. Se sentaba como llevada por los ángeles. No cruzaba sus piernas. Cubría su rostro con la última revista de farándula. Yo aferraba mis ojos como imán a su entrepierna. En ocasiones bajaba el impreso, notándose pensativa al atrapar su dedo índice con sus carnosos labios. Al cabo de quince minutos se levantaba y, sin siquiera despedirse, ingresaba a su morada.
Aunque las ganas me perturbaban no me atrevía a golpear en su puerta. “¿Serán los años o la fuerza del sacramento?”, pensaba. Sólo el día anterior al viaje de mi esposa me encontré de nuevo con la vecina en la zona verde del edificio. La saludé tímidamente. Ella me correspondió y con la confianza que da el tiempo se me acercó. Tomó mi mano y me arrastró hacia la profundidad del jardín. No hubo presentación formal. Simplemente pasó lo que pasó. Parecíamos hambrientos. Al término de la dicha, con la complicidad que da el silencio, la acompañé hasta su puerta y, aturdido, ingrese por la mía.
Mi mujer regresó como estaba previsto. Yo llegué quince minutos antes del mediodía, ella, a media mañana. Pensaba en mi vecina pero también en mi mujer. Paula se veía ansiosa, pero con más ganas de ver a su mamá. La saludé con un beso de estrella fugaz. No le pregunté cómo le había ido en el viaje; además, debía estar cansada. Tomé apresurado el periódico y saqué la jarra de limonada de la nevera. Con el afán que sólo da la ida al baño corrí hacia la terraza. Mi mujer se aprestó a pedir el almuerzo. Ubiqué la silla en espera de mi vecina. Al instante apareció. El exhibicionismo fue aún más intenso. La contemplé como siempre. Mientras la función avanzaba, tomaba grandes sorbos de limonada para conjurar el efecto que la sangre causaba en mi cuerpo. Paula pidió que le alistara la mesa. Hice caso omiso. De repente se escuchó el fuerte timbrazo de un celular. No era el mío ni provenía de mi hogar. La vecina lo sacó de entre sus pechos. Habló por unos minutos y, como si se tratará de una trágica noticia, lo arrojó con todas sus fuerzas al suelo. Se notaba angustiada. El hecho me preocupó. Me levanté de la silla presto a acudir en su ayuda. En ese instante apareció mi mujer. Saludó en la distancia con efusión de manos a mi vecina. Quedé atónito.
—Amor, invité a almorzar a tú suegra, alístate, sólo tardará unos pasos ―dijo Paula en tono de gozo.
“Qué suegras ni qué carazos”, pensé. No tenía cabeza para nada más. Ahora sólo me preocupaban dos cosas: lo que le había acontecido a mi vecina y por qué carajos ellas dos se conocían. De repente la vecina desapareció.
Por cierto, mi suegra no fue a almorzar y de mi vecina nunca se volvió a saber nada.

martes, 17 de junio de 2008

Nóminas paralelas

Betuel Bonilla Rojas
El Sanpedro, entre sanjuaneros, ponchos y asado, trae muchas cosas consigo: algunas, buenas; otras, la mayoría, no tan buenas. Y de estas últimas las peores son las llamadas oficinas del Festival, tanto las del orden municipal como las del departamental. Al menos treinta personas integran esta nómina paralela de figurines que saltan a la escena pública desde mayo y se vuelven a esconder en julio, luego del fragor del carnaval y de haber cobrado unos buenos pesos por viajar a toda hora sin hacer gestión alguna. Para nadie es un secreto que estas oficinas conforman la más clara muestra de clientelismo, de pago de favores electorales y de cuota de los distintos partidos que reparten dádivas por doquier a quienes invirtieron en las campañas. De esta manera las oficinas del Festival alojan apellidos que son comunes desde las pancartas electoreras. Y esto no sería tan reprochable si tales personajes gestionaran con la empresa privada para que los gastos del carnaval no fueran asumidos sólo por los entes oficiales. Bastante se beneficia el sector privado como para que le saquen el cuerpo a los compromisos. No importa cuántos ni quiénes sean los de esa nómina, pero que gestionen, que se ganen bien ganada la platica.

domingo, 8 de junio de 2008

La verdadera libertad

Eduardo Tovar Murcia

Se sintió embargado por una felicidad inefable. El delito que le imputaron le otorgaba veinte años de reclusión. No le importaba. Allí tenía todo lo necesario para una confortable estadía. El lugar no era más amplio que un baño familiar, pero era suficiente para ser feliz. Las paredes eran grisáceas, con el hollín visible en los ángulos de las esquinas y la mugre cubriéndolo todo. Un camastro y un neceser eran los pocos enseres conque contaba la celda. Recostado contra la pared se encontraba su mayor tesoro, la razón de su felicidad en condiciones tan precarias para el común de la gente.

El día que ingresó allí, su única petición fue que le llevaran sus tan preciados libros. No era otra su razón de vivir. Leer durante todos esos años fue el mayor regalo que el estado le pudo conceder, esos veinte años de lectura incesante. Dejar de ver a su familia no fue el principal inconveniente. Hace ya bastantes años había perdido contacto con ellos. Tampoco dejar de asistir a sus clases en la universidad, donde los estudiantes dormitaban encima de los pupitres sin poner atención a lo que él decía. Además, de cierto modo se podía entender que él hubiese violado la norma docente, en un sentido estrictamente académico, y con el ánimo de buscar la tranquilidad intelectual. Sólo se sentía dolorido por sus colegas quienes, durante el resto de sus días, tendrían que seguir allí afuera, incrustados en sus ocupaciones, sin la oportunidad de experimentar la verdadera libertad.








Homenaje a Gabriel García Márquez en la Emisora Cultural


Cita a ciegas

Jorge Enrique Alvarado

El galancillo trepó con destreza por la enredadera hasta alcanzar el balcón, apretando una rosa entre los dientes. Conocida es en la ciudad su habilidad para asaltar balcones y desplumar mujeres adineradas; renombrada es también su dama de esta noche. Con esta conquista, piensa, subirá su cotización, y qué importa otro más a su ya larga lista de maridos ofendidos. Con determinación empuja la puerta, convenidamente desasegurada, y penetra a la habitación moviéndose en la oscuridad, con la precisión de un gato. Desde la cama, una voz modulada le da la bienvenida:
—Llegas precipitado.
—Jamás hago esperar a una dama —responde el galancillo, adelantando la rosa.
—¡Traes tu propia rosa! ¿Tienes miedo?
—¿Miedo? Ansiedad. He soñado este momento, amada mía.
—¿Amada mía? Logras confundirme.
—No digas nada —dice el galancillo con seguridad—. Ven acá.
—Tú sí sabes cumplir citas, es tu hora —dice la muerte—. Hoy entrarás conmigo a la eternidad.
Y se fundieron en un amoroso abrazo, entre gemidos y sollozos.
A la mañana siguiente, en la página interior de un diario local, en una corta reseña judicial, sorprendido en flagrancia y abatido como ladrón, termina su historia este don Juan de pacotilla.

Visita de Enrique Serrano a Renata Neiva


lunes, 2 de junio de 2008

JÓVENES, A DORMIR TEMPRANO

JÓVENES, A DORMIR TEMPRANO
Betuel Bonilla Rojas

Si un hijo mío anda en la calle, no importa la hora, es responsabilidad de él, y de quienes estamos directamente a su cargo. Si el muchacho es lo que llamamos juicioso, de confianza, sabemos que sin fijarnos en la hora estará haciendo lo socialmente correcto, que no estará lesionando a nadie, en especial a él mismo. Por eso son nuestros hijos y por eso confiamos en ellos. Si, por el contrario, es un hijo calavera, de ésos que desbordan nuestro control, poco o nada podemos hacer si queremos amarrarlo a la pata de la cama. Quizás sólo el diálogo familiar y un especial cariño logren rescatarlo, y eso es un asunto estrictamente familiar e íntimo. Por eso me parece injusto, arbitrario y abusivo que un gobierno, cualquiera que éste sea, se arrogue el derecho de determinar a qué hora deben ir a dormir los jóvenes, que los obliguen, a físico rejo, a refugiarse en sus casas como si eso garantizara una mejor persona, una mejor ciudad y un mejor gobierno. Cuando un gobernante no tiene nada inteligente qué hacer se dedica a copiar decretos y normas sin siquiera analizarlas. Esto, por supuesto, apoyado en las fuerzas del orden, que para reprimir son expertas. El toque de queda a menores de edad es un claro ejemplo de un fascismo sin conocimiento de causa, de un gobernante cuya originalidad y creatividad están en entredicho. Creo que seguramente a este tipo de gobernantes les quedó grande educar a sus hijos y se inventan decretos que tienen como principal foco de control sus propias casas. Si de verdad quieren ayudar a los jóvenes provéanlos de espacios, pongan a funcionar las casas de la cultura y los escenarios deportivos, hagan nuevos sitios en los que los jóvenes puedan saciar toda su energía. Los que deben acostarse temprano son los abuelitos, y los gobernantes que no pueden con sus culpas

Visita de Antonio García a Renata Neiva


Visita de Hugo Chaparro a Neiva


Taller "José Eustasio Rivera", Renata Neiva


domingo, 1 de junio de 2008

Manipulación y censura

MANIPULACIÓN Y CENSURA
Betuel Bonilla Rojas

En alguna ocasión el intelectual peruano Manuel González Prada se refirió al pacto infame de hablar a media voz. Y esto, vuelto sospechosa realidad ideológica, es lo que hacen nuestros periódicos locales. Primero nos dicen que nuestras columnas de opinión exceden el formato, el número de palabras, y las cortan. Luego son más agresivos y suprimen párrafos enteros, ésos que no les convienen a los intereses económicos de gamonales y políticos, sus amigos. Luego terminan por decirle al columnista, con muy buena educación, que hubo reestructuración y que sus columnas ya no van más. Les da miedo sostenerle que prefieren que hable de pajaritos de colores, o de gusanos de seda. Por eufemismo o por hipérbole nos ocultan o enfatizan información nuestros medios. Y eso es manipulación, es silenciar la crítica, es aplicarle censura a un espacio de por sí politizado. Eso hizo La Nación cuando se cuestionó el pasado poco grato de Géchem, o la ineficiencia de una funcionaria del gabinete municipal. Me silenciaron, prefirieron seguir diciéndoles mentiras a sus lectores.

¿A quién le duele Neiva?

¿A QUIÉN LE DUELE NEIVA?
Betuel Bonilla Rojas

Neiva no le duele a nadie. Es una ciudad huérfana de afectos, de actos sinceros que intenten hacerle bien. A lo mucho se la maquilla, en aquellas partes por donde pasan los supuestos turistas. Pero en el fondo de su corazón es una ciudad fea, con raspaduras por doquier. En cada barrio, aun en los de más rancio abolengo, las calles están llenas de cráteres, de huecos insorteables. En Granjas, en Cándido, en los barrios del Sur, en la Circunvalar, en el Jardín, junto a la Terminal de transportes. Da pesar verla tan desmejorada, tristeza verla tan saqueada, tan ultrajada por los políticos de turno. Todos, a su manera y sin excepción, han construido en ella los monumentos a la infamia. Desde Ciudad Villamil, ese horroroso mostrenco que nos hizo desconfiar de la escultura como arte. La maleza se sube ahora sobre esos monumentos al despilfarro y carcome la chatarra a su antojo. No hay parques para admirar, para sentarse en el solaz de una tarde de ocio. Los indigentes rondan a sus anchas como si estuviéramos en una ciudad arrasada por el cataclismo, como si la única opción fuera deambular en busca de mendrugos. Qué fea está Neiva, qué sola, qué indefensa, con tanto político abusivo por ahí suelto.

Ariel Borbón, el primer depredador

ARIEL BORBÓN, EL PRIMER DEPREDADOR
Betuel Bonilla Rojas

En días pasados escuché al señor Ray Ariel Borbón, director de la CAM, hablando de constituir una fuerza élite para frenar a los depredadores ecológicos. Pensé inmediatamente que si un pobre ciudadano del común, cansado de unas ramas que pegan sobre el techo y no lo dejan dormir, decide cortarlas, será tildado de depredador, de asesino de árboles, de seres vivos. Posiblemente incurra en un delito por querer preservar su sueño. Pensé también que si un almacén grande, multinacional para mayores señas, decide cortar una ceiba entera para rendirle allí culto al cemento y al ladrillo, puede pasearse campante porque eso sí tiene el aval de la CAM. Eso no es depredación. O sea que la ceiba estaba muerta, piensa uno, o que el poder de estos señores es tal que el título de depredadores les pasa resbalando. Luego pensé que finalmente la culpa no es de ellos, sino de quienes autorizan la tala. En síntesis, que el primer depredador es el propio Ray Ariel, y a él es a quien esta fuerza élite debe ir a buscar en su oficina. Para que explique eso de la ceiba. Como estamos en el país en el que nadie nota nada, dirá que no estaba enterado, o que la ceiba está ya medio muerta y una caricia con motosierra era para evitarle mayores sufrimientos. Tan compasivo Ariel. Que dé ejemplo, que explique al menos y luego sí que castigue.

lunes, 12 de mayo de 2008

selección textos y bibliografía para el concurso de cuento Tomás Carrasquilla.

TEXTOS PARA CONCURSO DE CUENTO
TOMÁS CARRASQUILLA
Betuel Bonilla Rojas


EL GRAN SECRETO DE CRISTÓBAL COLÓN
Luis López Nieves

Una flama negra danza sobre el agua
negra torre, negro vuelo, negro alfil.
Vanessa Droz

El 11 de octubre de 1492, a las nueve de la noche, Cristóbal se encaramó al mástil principal de la Santa María, envolvió el brazo derecho en una soga gruesa para no perder el balance, y clavó la vista en el horizonte umbroso. Aunque no había luna llena, el recuerdo del tenaz sol de la tarde aún flotaba en el aire y le permitía ver las apacibles olas de la mar. Allí permaneció cuarenta y cinco minutos, sin apenas mover la cabeza ni cerrar los ojos. Algunos tripulantes levantaban la vista recelosa de vez en cuando, pero no estaban seguros de si meditaba, oraba o examinaba una y otra vez, como era su costumbre, el mismo punto del horizonte inacabable.
A las diez menos cuarto Cristóbal se secó el sudor de la frente y bajó a cubierta. Su rostro no reflejaba frustración, ira ni cansancio: sólo mucha sorpresa y un poco de inquietud. Colocó la mano distraída sobre el hombro del marinero suspicaz que se disponía a subir al palo en su lugar, pero no dijo palabra. Regresó al castillo de popa, encendió con dificultad una de las pocas velas que le quedaban, desenrolló sobre el escritorio un pequeño mapa antiguo y se dedicó a estudiarlo. A los pocos minutos, exactamente a las diez de la noche, Cristóbal Colón se frotó los ojos cansados. Reposó el mentón en la palma de la mano y miró por la ventana. Creyó ver a lo lejos, en medio de la noche oscura, una lumbre que subía y bajaba como si alguien hiciera señas con una antorcha. El rostro se le calentó de golpe. Llamó al repostero de estrados Pedro Gutiérrez, lo sentó junto a sí y le preguntó si veía la lumbre. Gutiérrez se acercó a la ventana, sacó el cuerpo hasta la cintura y respondió que sí, que la veía. Cristóbal Colón entonces llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia y le preguntó si veía la lumbre, pero éste dijo que no. Poco después la luz desapareció y nadie más pudo verla.
A las dos de la mañana, sin haber dormido un segundo, el capitán Colón todavía examinaba el mapa con una lupa. Las manchas de sudor de sus axilas, que no se habían secado en los últimos cuatro días, le bajaban por los costados de la camisa y le subían hasta la mitad de las mangas. El Capitán colocó el dedo sobre el mapa y lo movió a la izquierda lentamente; lo detuvo en medio de la mar, en algún punto a todas luces imaginario. Comenzaba a bajarlo hacia el suroeste cuando estalló, de pronto, el grito casi histérico de Rodrigo de Triana, vigía de la Pinta: “¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!”
Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso de pie y golpeó el escritorio con el puño. En ese mismo instante hizo fuego el estrepitoso cañón lombardo de la Pinta, señal acordada para cuando se hallara tierra. Las naves restantes dispararon su propio cañonazo: las tripulaciones se despertaban y comenzaban a celebrar. Las campanas de la Niña, la Pinta y la Santa María repicaban a todo vuelo.
Don Cristóbal Colón salió a cubierta y ordenó al timonel que acercara la Santa María a la Pinta, donde Rodrigo de Triana contaba a la tripulación cómo había visto tierra por primera vez y le recordaba al capitán Martín Alonso Pinzón la recompensa de diez mil maravedís. La Niña se acopló a las otras dos naves y los marineros de las tres carabelas se unieron sobre la cubierta de la Pinta. Aunque eran las dos de la mañana y la noche era oscura, todos veían con sus propios ojos que no habían llegado al infierno ni al final del mundo, sino que estaban en una playa común y corriente, con arena, árboles y olas apacibles. El almirante don Cristóbal Colón ordenó arriar velas y esperar a que amaneciera. Impartió instrucciones de preparar el desembarco y luego regresó a la Santa María y se encerró en su camarote. Sacó del bolsillo una pequeña llave reluciente que aún no había tenido ocasión de usar en todo el viaje. Con ella abrió un baúl mediano, de madera oscura y perfumada, que tampoco había tenido motivo para abrir hasta hoy. Sacó una larga túnica de lana negra y la vistió por encima de su ropa de capitán. Sacó también unas botas nuevas, de cuero fulgente, que calzó tras quitarse las botas gastadas que había usado durante todo el viaje. Se lavó el rostro en una palangana de agua salada; luego se mojó el cabello blanco y lo peinó con los dedos.
Al abrir la puerta del camarote se encontró de frente con los marineros de las tres naos. Cuando vieron al nuevo almirante, envuelto en lana negra y con botas relucientes, se hincaron de rodillas: algunos lloraban de alegría, otros llevaban en los rostros el bochorno del amotinado arrepentido. El almirante don Cristóbal Colón los miró sin decir palabra.
—Capitán, perdónanos —dijo al fin un marinero flaco—. Fuimos desconfiados.
—Cantemos el Salve Regina —respondió don Cristóbal—. Luego preparaos para buscar víveres y agua.
Pocas horas después, al amanecer, el pequeño bote de remos llegaba a la playa con el almirante don Cristóbal Colón en la proa. Lo acompañaban, entre otros, los capitanes Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón. El flamante Virrey, con sus botas de cuero espléndido, fue el primero en saltar del bote y pisar las nuevas tierras de la reina de Castilla. Los maravillados acompañantes del descubridor seguían sus pasos de cerca.
A las nueve de la mañana las tripulaciones de las tres naves se habían bañado en la playa cristalina y descansaban sobre la arena blanca. El almirante de la Mar Océano hablaba con sus capitanes bajo la sombra de un árbol extraño, cuyo fruto olía a perfume y tenía forma de corazón. De pronto, cinco indios desnudos salieron de la arboleda. Cuatro eran jóvenes y robustos; el quinto, mucho más viejo, caminaba con la ayuda de un palo. Los jóvenes traían papagayos, hilo de algodón en ovillos y azagayas. Al ver a estas criaturas que irrumpían de repente en la playa, los marineros se alarmaron y corrieron a buscar sus espadas. Don Cristóbal Colón se acercó con prisa, ordenó la calma entre sus hombres y luego caminó lentamente hasta los indios asombrados. Cuando se detuvo frente a ellos los jóvenes lo miraron con extrañeza, pero el viejo, apoyándose del brazo de uno de los muchachos, se puso de rodillas con mucho trabajo. Luego bajó la cabeza en señal de respeto y le dijo a don Cristóbal Colón en voz baja, en una lengua que ningún español pudo comprender:
—¡Maestro, al fin has regresado!



EL PADRE
Raymond Carver

El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela, rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
―¿A quién quieres tú pequeñín? ―dijo Phyllis―, y le hizo cosquillas en la barbilla.
―Nos quiere a todos ―dijo Phyllis―, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
―¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
―¿No es una preciosidad? ―dijo la madre―. Tan sano, mi niñito. ―Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo―. Nosotros también le queremos.
―¿Pero a quién se parece, a quién se parece? ―exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
―Tiene los ojos bonitos ―dijo Carol.
―Todos los bebés tienen los ojos bonitos ―dijo Phyllis.
―Tiene los labios del abuelo ―dijo la abuela―. Fijaos en esos labios.
―No sé... ―dijo la madre―. No sabría decir.
―¡La nariz! ¡La nariz! ―gritó Alice.
―¿Qué pasa con su nariz? ―preguntó la madre.
―En la nariz se parece a alguien ―dijo la niña.
―No, no sé... ―dijo la madre―. No creo.
―Esos labios... ―dijo entre dientes la abuela―. Esos deditos... ―dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
―¿A quién se parece este niño?
―No se parece a nadie ―dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
―Ya sé! ¡Ya sé! ―dijo Carol―. ¡Se parece a papá! Todas miraron al bebé de muy cerca.
―¿Pero a quién se parece su papá? ―preguntó Phyllis.
―¿A quién se parece papá? ―repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
―¡Vaya, a nadie! ―dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
―Calla ―dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
―¡Papá no se parece a nadie! ―dijo Alice.
―Pero tendrá que parecerse a alguien ―dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.
Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.


MECÁNICA POPULAR
Raymond Carver

Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana ―una ventana abierta a la altura del hombro― que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta y volvió a la sala.
Trae aquí eso, le ordenó él.
Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo tocas, advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina. Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
Suéltalo, dijo.
¡Apártate! ¡Apártate!, gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
No, dijo ella. Le estás haciendo daño al niño.
No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!, gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas. Así, la cuestión quedó zanjada.


COLGADAS Y HÚMEDAS
Laura Massolo

Ahora la voy a llamar. Tengo que avisarle que dejó las medias de Patricio en la soga. O no. No hace falta que la llame por eso. La voy a llamar para decirle que las medias de Patricio en la soga me producen algo extraño; que un par de medias chiquitas, en esta casa, se ven raras. O no. A lo mejor no entiende lo que quiero decirle. A lo mejor piensa que me molesta que se las haya olvidado. A lo mejor no soy capaz de explicarle lo que significa ese par de medias, chiquitas, húmedas, colgadas en la soga, lavadas por mí, que nunca lavé algo tan chiquito, que nunca lavé algo de algo parecido a un hijo.
Primero voy a escribir y después la voy a llamar. A lo mejor escribiendo puedo poner en orden las sensaciones. Voy a escribir desde el principio: desde que vino aquella tarde, tocó el timbre y me dijo soy Adriana. Yo pregunté qué Adriana. Se quedó callada del otro lado de la puerta. Volví a preguntar qué Adriana. Y dijo, como con miedo, la mujer de Gustavo.
Y no le abrí.
La segunda vez vino más decidida. La voz sonaba firme: Ábrame la puerta, por favor, necesito que hablemos. Gustavo vive en Rosario.
En realidad, yo, de ella, sabía poco. Que prácticamente tenía mi edad, que era linda, que trabajaba en la municipalidad, que la casa donde vivían con Gustavo era alquilada. No aceptaba que nadie me contara nada. Gustavo me dejó por ella y basta. Que sean felices, pensé. Y se acabó la historia.
Pero la gente disfruta revolviendo en la vida de los otros. Cada tanto, alguien se acercaba con cualquier excusa y terminaba contándome algo de ellos dos. A lo mejor, realmente, querían consolarme, y se concentraban en los detalles sombríos: que a Gustavo no se lo veía bien, que tomaba, que todas las noches iba al café de la placita, que se comentaba que la mujer no podía tener hijos. Y a mí qué.
Esa segunda vez sí le abrí la puerta. Mal, porque me resultaba horrendo que hubiera tenido el coraje de venir a mi casa. Por otro lado, la curiosidad era más fuerte. La hice pasar a la cocina, como para no darle importancia. Que se sentara, si quería. No le ofrecí nada ni tuve ningún gesto amable. En realidad, estaba temblando. Las dos estábamos temblando.
Empezó con que Gustavo se había ido a vivir a Rosario. Menos mal, pensé, cuando me dejó a mí se alejó menos de veinte cuadras, cuando me dejó a mí siguió paseándose delante de todo el mundo para humillarme más. Después me preguntó si sabía que habían tenido un hijo.
Le contesté que no.
Mentira: lo supe, enseguida. Me lo contaron por teléfono, un llamado anónimo, alguna de mis amigas misericordiosas. Pero le contesté que no para no ceder, para no mostrar mi orgullo herido, para no revelar el desasosiego al que nunca pude acostumbrarme.
Es adoptado, me dijo. Yo no puedo tener hijos. Lo adoptamos cuando tenía tres meses.
Qué bien, le contesté. Me salió ese qué bien mientras se me clavaban dos millones de alfileres.
Es increíble la velocidad que puede tener el pensamiento en un momento de tensión. Esa mujer estaba ahí, sentada en mi cocina, y yo saltaba de un lugar a otro de mi vida como si estuviera viendo una película vertiginosa. La miraba, de repente; la miraba y hacía un juicio implacable de cada uno de sus gestos, de cada uno de sus rasgos: no era linda, no me parecía inteligente, no estaba bien vestida, las ojeras le llegaban al piso, tenía un montón de arrugas y dos centímetros de canas en la raíz de la tintura barata, rojiza, descolorida. Seguramente, era más grande que yo; más flaca, pero sin gracia. La voz se le arrastraba en la garganta, como si la tuviera medio muerta. Y habían adoptado un hijo. Qué bien.
Me miraba, de repente, a mí misma, ahí sentada con esa mujer en la cocina, y escuchaba la cinta grabada que Gustavo me dejó enroscada en la carne: el hijo que no quise tener, los reproches que no se terminaron nunca; la brutalidad, innecesaria pero justa, de llamarme asesina todas las veces que pudo después del aborto, la malicia de asegurar que me abandonaba por no haberme perdonado ese hijo que aborté. Y con ella, qué bien, habían adoptado. Qué bien.
Sacó un atado de cigarrillos de la cartera y me convidó. No quise. Busqué los míos en la mesada y me senté dándole bien la cara. A ella le temblaban las manos. A mí, los ovarios.
Se llama Patricio, agregó, sin que nadie le preguntara nada. Tiene tres años, siguió diciendo. Tal como yo había calculado. Gustavo se fue cuando Patricio tenía menos de dos años, dijo con la misma voz medio muerta.
Abrí la boca. Ya le estaba por decir que a mí me importaba un pito su historia y que si Gustavo se había ido era problema de ellos y que yo no tenía por qué enterarme de cosas que no me interesaban en absoluto. Y de golpe sonrió.
Me indignó esa sonrisa. Decidí que me había equivocado al abrirle la puerta, que la mina estaba dispuesta a joderme. Imaginé que las próximas palabras iban a ser algo parecido a ese “por lo menos, a mí me dejó un hijo”. Con la misma velocidad estaba dispuesta a contestarle cualquier barbaridad.
Patricio es down, un síndrome de down, dijo atrás de la sonrisa. Y atrás de la sonrisa, inmediatamente, vi que los ojos se le habían enrojecido y que la mano que temblaba había hecho un avance por la mesa en dirección a mi mano y cerré la boca y sentí los ojos calientes. Y nada. No me acuerdo. No me quiero acordar.
Toda la tarde hablamos. Lloré sin ningún pudor, ella también lloró. En un momento fue al quiosco y trajo unas galletitas porque en casa no había nada más que mate y tres saquitos de té.
Es verdad que me sentía rara. Igual, me sentía mejor que con las mil horas de terapia, mejor que cuando tomo el Alplax, mejor que cuando salgo con un tipo y me olvido, al menos por un rato, de mi culpa y de mi drama. Y no es que me sintiera feliz mientras hablaba con Adriana. Las dos estábamos tristes y las dos, de alguna manera, estábamos en guardia. Pero me sentía mejor. Y no es que interpretara que en el dolor de esa mujer se consumaba una venganza. Al contrario, me asombraba más aquella paradoja que todo lo que me ensombrecieron todos mis fracasos.
Ella me dijo que Gustavo hablaba horrores de mí. Horrores y horrores; que la palabra asesina, o la palabra hija de puta, eran permanentes. Que cada vez que se le antojaba me mandaba de nuevo al infierno.
Me dijo que Gustavo rezaba, rezaba mucho, sobre todo cuando estaba pasado de vino, y que, en un tiempo, se le dio por ir como voluntario al hogar de niños para liberarse de su propia culpa.
Yo le conté mi parte, brevemente: que me aconsejaron un estudio porque ni bien empezó el embarazo tuve rubéola y que el mismo médico que me atendía insistió muchísimo con el tema de las consecuencias; que él tenía un hijo enfermo, que conocía bien ese calvario.
Le conté que Gustavo lloraba como un loco pero a mí no me abrazaba, no intentaba contenerme. Que me agredió. Que me dijo que había sido una boluda por cuidarle los chicos a mi hermana sin tener en cuenta que podía estar embarazada. Y sentí que me iba a quedar sola desde esa misma noche.
Adriana me contó que Gustavo se la pasaba repitiendo que me suplicó que lo tuviéramos igual, que mi decisión fue unilateral; que hablaba de su papel de sometido, de mi abuso, de su falta de potestad; que decía que él hubiera estado dispuesto a recibir a ese hijo y a quererlo y ayudarlo y todo eso. Y que, en algún momento, al principio, ella misma pensó que yo había sido inhumana y egoísta.
Toda la tarde hablamos.
Ella estaba mejor también. Era como si juntas pudiéramos enlazar los puntos sueltos, los que nos dejaron sin continuidad y sin respuestas. Era como si una corriente, amarga pero apacible, nos calentara las manos mientras el mate andaba ida y vuelta por la mesa.
Le conté que el aborto fue terrible. Que, por supuesto, con nuestras leyes, tuve que recurrir a un lugar espantoso, clandestino. Y que fui sola. Y volví sola. Que me sentí tan culpable que ni siquiera pude contárselo a mi hermana. Que me dolió todo.
Pero que nunca, nunca, ni por un segundo, me arrepentí. Tal vez porque soy más dura, más racional que sensible. Tal vez porque adivinaba que Gustavo prometía cosas que no iba a cumplir. De hecho, todas las noches llegaba tarde, todas las noches medio borracho. Y nuestro matrimonio no era nido para tolerar otros problemas más graves que el mal humor de la mañana, o la falta de plata, o la indolencia de Gustavo para conservar el trabajo.
Ella me confesó que, en ese aspecto, fue mucho más ingenua. Tal vez porque estuvo muy enamorada, tal vez porque la esterilidad la dejó sin ventajas, tal vez por competencia. Claro: cómo no demostrar que era mucho mejor que yo, que la otra, que la hija de puta, la asesina, la que había privado al pobre Gustavo de la dicha de ser padre.
La dicha de ser padre.
Me contó que un día Gustavo llegó del hogar con la novedad del chiquito down que habían abandonado. Claro, otra perversa, como yo. Que la contagió con esa aureola de beatitud, con ese desmedido amor piadoso capaz de redimirlo de la culpa. Que la convenció.
Tres meses tenía Patricio.
Me contó lo que fue su pareja con Gustavo desde entonces. Que no sólo fueron la noche en el café, ni el alcohol. Que aparecieron otras mujeres, y viajes imprevistos, y ausencias inexplicables. Que él no pudo soportar las exigencias, ni mantener el trabajo, ni conseguir otro subsidio, ni aportar nada. Que, al final, ella iba y venía sola con el nene, a todos lados, a la psicoterapeuta, al neurólogo, a hacer los trámites. Entonces los motores de los insultos fueron las obligaciones, eso que él llamaba sometimiento, abuso, falta de libertad. Hasta que hizo una valija y desapareció. Que ahora vive en Rosario, le parece. Que no manda un peso. Que igual, ella se arregla; mal, pero se arregla.
Me dijo que, de todos modos, no está arrepentida de haber adoptado a Patricio. Que una vez que las cosas están, están, y es así. Que tal vez, en mi lugar, hubiera hecho lo mismo, pero fue suficiente verlo, y tocarlo.
Son insólitas estas madres, parecen de hierro, parecen imposibles de quebrarse. Es cierto, a veces se les nota: la ropa, el crecimiento del pelo, las uñas blandas, esas ojeras, todas esas renuncias. Sé que yo no hubiera podido. Conozco mis límites.
Me dijo que es duro, es cierto, pero piensa que por algo le tocó a ella este destino. Me lo dijo hoy, a la tarde, cuando trajo a Patricio para que lo conociera. Me lo dijo mientras tomábamos mate –hoy hice un bizcochuelo– y en un momento nos distrajimos y Patricio se fue al patio, que estaba mojado, y se ensució las medias. Nos dio tanta risa.
Yo se las lavé.
Ahora la voy a llamar.
Realmente, no sé qué voy a decirle. Por algo, esas medias chiquitas, húmedas, ahí colgadas, me hacen bien.
Creo que no tengo nada que decirle.



LAS ÚLTIMAS PALABRAS
José Barnoya

Agonizante, el dictador entreabrió la boca para decir: Perdono a todos y cada uno de mis enemigos, con la única condición de que no asistan a mi entierro.
Pueden quedarse en sus tumbas.



EL ZAR Y LA CAMISA
Lev Tólstoi

Un Zar, hallándose enfermo, dijo:
―¡Daré la mitad de mi reino a quien me cure¡
Entonces todos los sabios se reunieron y celebraron una junta para curar al Zar, mas no encontraron medio alguno.
Uno de ellos, sin embargo, declaró que era posible curar al Zar.
―Si sobre la tierra se encuentra un hombre feliz ―dijo―, quítesele la camisa y que se la ponga el Zar, con lo que éste será curado.
El Zar hizo buscar en su reino a un hombre feliz. Los enviados del soberano se esparcieron por todo el reino, mas no pudieron descubrir a un hombre feliz. No encontraron un hombre contento con su suerte.
El uno era rico, pero estaba enfermo; el otro gozaba de salud, pero era pobre; aquél, rico y sano, quejábase de su mujer; éste de sus hijos; todos deseaban algo.
Cierta noche, muy tarde, el hijo del Zar, al pasar frente a una pobre choza oyó que alguien exclamaba:
―Gracias a Dios he trabajado y he comido bien. ¿Qué me falta?
El hijo del Zar sintiose lleno de alegría; inmediatamente mandó que le llevaran la camisa de aquel hombre, en cambio, había de darse cuanto dinero exigiera.
Los enviados presentáronse a toda prisa en la casa de aquel hombre para quitarle la camisa; pero el hombre feliz era tan pobre, que no tenía camisa.



¡ARRIAD EL FOQUE!
Ana María Shua

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.


AMOR I
Raúl Brasca

A ella le gusta el amor. A mí no. A mí me gusta ella, incluido, claro está, su gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras, muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no la amo a ella. Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos por obra de un sentimiento equívoco y de otro equivocado. Somos felices.



LA SUEÑERA
Ana María Shua

Mi hija usa la misma palabra para llamar a los pies, a los pájaros y a los ombligos. Esto es un pie, hija mía, y no un pájaro, la corrijo con severidad, tomando entre mis manos uno de sus piececitos tibios, palpitantes, alados y cubiertos de plumas.



50 SÁBANAS BLANCAS
Héider Rojas Quesada

—Entre un sol resplandeciente vi tres hileras de 50 o más cuerpos tirados en el suelo, en el parque, cubiertos por sábanas blancas.
—Actores contratados por la Alcaldía.
—¿Actores?
—Representaban la costumbre de matarse.

NOTA DE PRENSA
Hugo Luis Sánchez González

Se informa a la ciudadanía que el horizonte ha desaparecido. Valiéndose de la noche, el enemigo ha obrado de manera pérfida, como nos tiene acostumbrados, y al amanecer nuestras fuerzas han podido constatar a todo lo largo de la isla que ya no existe la línea del horizonte. Si aquellos que nos quieren destruir piensan que con ello van a mellar nuestra fe en el porvenir, ya deberían tener por sabido que a nosotros nada nos asusta, que el futuro nos pertenece por entero, que nuestros principios son indoblegables y que, ante todo, estamos consagrados y somos inmortales. A quienes creyeron que veíamos en el horizonte un símbolo de esperanza, también debemos recordarles que la fe va dentro de nosotros mismos, que nos acompaña como la gloria eterna, que la historia así lo ha confirmado y que ningún espejismo, por real que parezca, nos va a engañar. Y aun más, si pudieron en sólo unas horas borrar el horizonte, con ello no han hecho más que demostrar que el horizonte fue un invento, una patraña para tratar de engatusarnos y confundirnos. Lo que verdaderamente ha ocurrido es que el horizonte jamás existió, fue una quimera que nos inocularon con la finalidad de alocar nuestra brújula y hacernos adictos a las ilusiones. Nosotros permaneceremos firmes, inclaudicables detrás de las trincheras que hemos cavado en el suelo de la Patria y que, por lo tanto, son sagradas. Si ya no hay horizonte, son ellos quienes se lo pierden.



MENTA
Jorge Fernández Era

Nuestro personaje vive en un apartamento del último piso. Merienda un caramelo y arroja al vacío la envoltura tras convertirla en una diminuta esfera. La pelotita cae justo sobre el ojo del conductor de un auto que desvía el rumbo, roza un muro y se araña. El tipo llega malhumorado al hospital a cumplir su faena como cirujano, pica donde no debe a un paciente y lo manda a terapia intensiva. La madre del enfermo se ataca de los nervios y prende candela al almacén del centro hospitalario. Al almacenero se le imputa negligencia, pierde el trabajo, llega a casa y, para descargar su rabia, la emprende a golpes con su inocente mujer, hija de un representante en la ONU. Éste recibe el fax con la noticia minutos antes de arengar contra un país vecino por asuntos de disputas territoriales. En el plenario se exalta y lanza tres palabrotas a la delegación oponente. La nación ofendida, en voz de su Presidente, jura vengar la afrenta y declara la guerra de inmediato. El primer cohete impacta en la azotea del edifico donde reside adivinen quién.



EL POETA Y EL REY
José Antonio Michelena Gutiérrez

En sus primeras composiciones el poeta mencionó al rey sin alabarlo. Fue encarcelado. Pero el monarca ordenó ponerlo en libertad.
En su siguiente trabajo el poeta se refirió a los héroes. Los funcionarios le recordaron que había escrito de batallas sin nombrar al rey. Y eso no estaba bien. Podía volver a la cárcel.
El poeta le cantó al amor. Le dijeron que el amor al rey era lo primero y él lo omitió. Su libertad pendía de un hilo.
Mientras, la fama del poeta crecía. Sus composiciones, aunque sin respaldo de la corona, se conocían en todo el reino.
Cuando el poeta dijo que los mayores enemigos estaban en el reino, fue castigado. Pasó varios meses en la construcción de una muralla; después, cantó las hazañas de los constructores. Su poema se convirtió en himno y fue condecorado.
En lo adelante, cada poema suyo, cualquiera que fuera su tema y tratamiento, triunfaba en todo el reino, e incluso más allá de las murallas. Comenzaron los viajes del poeta.
Entonces compuso un poema laudatorio, el mayor que se le había hecho al soberano.
Y fue ajusticiado.


EL BOCADO DE CADA DÍA
Betuel Bonilla Rojas

Coinciden los Cronistas de Indias en que fray Álvaro del Castillo, el más piadoso de los monjes benedictinos llegados a América luego de Colón, una vez pisó el exuberante y aturdidor suelo de lo que ellos creían las Indias, oró larga y fervorosamente para que a esos seres bajitos, pintarrajeados y de ojos vivaces ―que lo recibieron postrados de rodillas― nunca les faltara el pan necesario de cada día. Agregan los testimonios, con no menos malicia que dolor, que lo último que vieron de fray Álvaro fue su sotana de cañamazo ardiendo en jirones sobre una pira, y las expresiones alegres de varios indios que danzando frenéticos alrededor esperaban que ardiera por completo el alimento sagrado de ese día.



LA MEJOR ACTUACIÓN
Jorge Enrique Alvarado

Agoniza la vieja actriz y una procesión de espectros gravita por su habitación entre familiares y amigos. Son los personajes que, representados a lo largo de su agitada y escandalosa carrera, le atormentan en su delirio final. Hisopo en mano, como espantando murciélagos, el cura procede a sus oficios. Agazapada en un rincón, desde hace rato la muerte mide el zarpaso final. De repente, de entre los esperpentos irrumpe otra muerte, abalanzándose decidida contra la moribunda. La muerte, agazapada, ve disputada su presa, iza su guadaña y le arremete, obligándola en retirada. Pronto regresa a su víctima, quien ya se encuentra de pie recibiendo los aplausos. Tarde, comprende que ha sido engañada por un artificio de página teatral. Castañeteando los dientes, la emponzoñada sale de escena, arrastrando su orgullo a las patadas. Entre tanto, la joven actriz, que saboreando su éxito se deja consentir por su publico, ignora lo cerca que estuvo de su ultima actuación.
Pero la muerte no pierde aunque se equivoque. En un frío pasillo de la tras escena yace tendido el cuerpo sin vida de una muerte de reparto.



EL QUE JADEA
Juan José Millás

Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo al otro lado de la línea.
―¿Quién es? ―pregunté.
―Yo soy el que jadea ―respondió una voz neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
―¿Quién era?
―El que jadea ―dije.
―Habérmelo pasado.
―¿Para qué?
―No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.
―No te importe ―decía―, resopla todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
―No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
―Se lo voy a contar a tu mujer ―respondió en tono de amenaza―. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
―Tampoco es para ponerse así ―dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos―. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame.
―Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
―Se ha ido a misa.
―Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
―¿Quién es? ―preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
―Soy el jadeador ―dije con naturalidad.
―Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
―Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.


REBECA
Ariadna Arias Martínez

A los dieciséis Rebeca será violada en su propia casa. Intentará suicidarse sin conseguirlo. Tendrá que lidiar con el trauma toda su vida. No por mucho tiempo… A los veinticuatro le diagnosticarán una leucemia que la dejará respirar sólo dos años.
En los últimos días Rebeca sentirá lástima de sí. Romperá sus proyectos y dejará de visitar espiritistas. Esperará a quedarse sola para vaciar una botella de alcohol sobre su cuerpo. Correrá encendida hacia la calle. Morirá.
Ya en el ataúd, Rebeca no podrá exhibir su rostro. Se alegrará de que así sea. Escuchará a la gente conversar ante una caja de madera sin la certeza de que ella está dentro.
Pero ahora Rebeca tiene quince años y todavía se divierte jugando a los escondidos. No se percata de la mirada de su hermano. No recuerda que pronto cumplirá dieciséis.

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