TEXTOS PARA CONCURSO DE CUENTO
TOMÁS CARRASQUILLA
Betuel Bonilla Rojas
EL GRAN SECRETO DE CRISTÓBAL COLÓN
Luis López Nieves
Una flama negra danza sobre el agua
negra torre, negro vuelo, negro alfil.
Vanessa Droz
El 11 de octubre de 1492, a las nueve de la noche, Cristóbal se encaramó al mástil principal de la Santa María, envolvió el brazo derecho en una soga gruesa para no perder el balance, y clavó la vista en el horizonte umbroso. Aunque no había luna llena, el recuerdo del tenaz sol de la tarde aún flotaba en el aire y le permitía ver las apacibles olas de la mar. Allí permaneció cuarenta y cinco minutos, sin apenas mover la cabeza ni cerrar los ojos. Algunos tripulantes levantaban la vista recelosa de vez en cuando, pero no estaban seguros de si meditaba, oraba o examinaba una y otra vez, como era su costumbre, el mismo punto del horizonte inacabable.
A las diez menos cuarto Cristóbal se secó el sudor de la frente y bajó a cubierta. Su rostro no reflejaba frustración, ira ni cansancio: sólo mucha sorpresa y un poco de inquietud. Colocó la mano distraída sobre el hombro del marinero suspicaz que se disponía a subir al palo en su lugar, pero no dijo palabra. Regresó al castillo de popa, encendió con dificultad una de las pocas velas que le quedaban, desenrolló sobre el escritorio un pequeño mapa antiguo y se dedicó a estudiarlo. A los pocos minutos, exactamente a las diez de la noche, Cristóbal Colón se frotó los ojos cansados. Reposó el mentón en la palma de la mano y miró por la ventana. Creyó ver a lo lejos, en medio de la noche oscura, una lumbre que subía y bajaba como si alguien hiciera señas con una antorcha. El rostro se le calentó de golpe. Llamó al repostero de estrados Pedro Gutiérrez, lo sentó junto a sí y le preguntó si veía la lumbre. Gutiérrez se acercó a la ventana, sacó el cuerpo hasta la cintura y respondió que sí, que la veía. Cristóbal Colón entonces llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia y le preguntó si veía la lumbre, pero éste dijo que no. Poco después la luz desapareció y nadie más pudo verla.
A las dos de la mañana, sin haber dormido un segundo, el capitán Colón todavía examinaba el mapa con una lupa. Las manchas de sudor de sus axilas, que no se habían secado en los últimos cuatro días, le bajaban por los costados de la camisa y le subían hasta la mitad de las mangas. El Capitán colocó el dedo sobre el mapa y lo movió a la izquierda lentamente; lo detuvo en medio de la mar, en algún punto a todas luces imaginario. Comenzaba a bajarlo hacia el suroeste cuando estalló, de pronto, el grito casi histérico de Rodrigo de Triana, vigía de la Pinta: “¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!”
Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso de pie y golpeó el escritorio con el puño. En ese mismo instante hizo fuego el estrepitoso cañón lombardo de la Pinta, señal acordada para cuando se hallara tierra. Las naves restantes dispararon su propio cañonazo: las tripulaciones se despertaban y comenzaban a celebrar. Las campanas de la Niña, la Pinta y la Santa María repicaban a todo vuelo.
Don Cristóbal Colón salió a cubierta y ordenó al timonel que acercara la Santa María a la Pinta, donde Rodrigo de Triana contaba a la tripulación cómo había visto tierra por primera vez y le recordaba al capitán Martín Alonso Pinzón la recompensa de diez mil maravedís. La Niña se acopló a las otras dos naves y los marineros de las tres carabelas se unieron sobre la cubierta de la Pinta. Aunque eran las dos de la mañana y la noche era oscura, todos veían con sus propios ojos que no habían llegado al infierno ni al final del mundo, sino que estaban en una playa común y corriente, con arena, árboles y olas apacibles. El almirante don Cristóbal Colón ordenó arriar velas y esperar a que amaneciera. Impartió instrucciones de preparar el desembarco y luego regresó a la Santa María y se encerró en su camarote. Sacó del bolsillo una pequeña llave reluciente que aún no había tenido ocasión de usar en todo el viaje. Con ella abrió un baúl mediano, de madera oscura y perfumada, que tampoco había tenido motivo para abrir hasta hoy. Sacó una larga túnica de lana negra y la vistió por encima de su ropa de capitán. Sacó también unas botas nuevas, de cuero fulgente, que calzó tras quitarse las botas gastadas que había usado durante todo el viaje. Se lavó el rostro en una palangana de agua salada; luego se mojó el cabello blanco y lo peinó con los dedos.
Al abrir la puerta del camarote se encontró de frente con los marineros de las tres naos. Cuando vieron al nuevo almirante, envuelto en lana negra y con botas relucientes, se hincaron de rodillas: algunos lloraban de alegría, otros llevaban en los rostros el bochorno del amotinado arrepentido. El almirante don Cristóbal Colón los miró sin decir palabra.
—Capitán, perdónanos —dijo al fin un marinero flaco—. Fuimos desconfiados.
—Cantemos el Salve Regina —respondió don Cristóbal—. Luego preparaos para buscar víveres y agua.
Pocas horas después, al amanecer, el pequeño bote de remos llegaba a la playa con el almirante don Cristóbal Colón en la proa. Lo acompañaban, entre otros, los capitanes Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón. El flamante Virrey, con sus botas de cuero espléndido, fue el primero en saltar del bote y pisar las nuevas tierras de la reina de Castilla. Los maravillados acompañantes del descubridor seguían sus pasos de cerca.
A las nueve de la mañana las tripulaciones de las tres naves se habían bañado en la playa cristalina y descansaban sobre la arena blanca. El almirante de la Mar Océano hablaba con sus capitanes bajo la sombra de un árbol extraño, cuyo fruto olía a perfume y tenía forma de corazón. De pronto, cinco indios desnudos salieron de la arboleda. Cuatro eran jóvenes y robustos; el quinto, mucho más viejo, caminaba con la ayuda de un palo. Los jóvenes traían papagayos, hilo de algodón en ovillos y azagayas. Al ver a estas criaturas que irrumpían de repente en la playa, los marineros se alarmaron y corrieron a buscar sus espadas. Don Cristóbal Colón se acercó con prisa, ordenó la calma entre sus hombres y luego caminó lentamente hasta los indios asombrados. Cuando se detuvo frente a ellos los jóvenes lo miraron con extrañeza, pero el viejo, apoyándose del brazo de uno de los muchachos, se puso de rodillas con mucho trabajo. Luego bajó la cabeza en señal de respeto y le dijo a don Cristóbal Colón en voz baja, en una lengua que ningún español pudo comprender:
—¡Maestro, al fin has regresado!
EL PADRE
Raymond Carver
El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela, rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
―¿A quién quieres tú pequeñín? ―dijo Phyllis―, y le hizo cosquillas en la barbilla.
―Nos quiere a todos ―dijo Phyllis―, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
―¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
―¿No es una preciosidad? ―dijo la madre―. Tan sano, mi niñito. ―Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo―. Nosotros también le queremos.
―¿Pero a quién se parece, a quién se parece? ―exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
―Tiene los ojos bonitos ―dijo Carol.
―Todos los bebés tienen los ojos bonitos ―dijo Phyllis.
―Tiene los labios del abuelo ―dijo la abuela―. Fijaos en esos labios.
―No sé... ―dijo la madre―. No sabría decir.
―¡La nariz! ¡La nariz! ―gritó Alice.
―¿Qué pasa con su nariz? ―preguntó la madre.
―En la nariz se parece a alguien ―dijo la niña.
―No, no sé... ―dijo la madre―. No creo.
―Esos labios... ―dijo entre dientes la abuela―. Esos deditos... ―dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
―¿A quién se parece este niño?
―No se parece a nadie ―dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
―Ya sé! ¡Ya sé! ―dijo Carol―. ¡Se parece a papá! Todas miraron al bebé de muy cerca.
―¿Pero a quién se parece su papá? ―preguntó Phyllis.
―¿A quién se parece papá? ―repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
―¡Vaya, a nadie! ―dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
―Calla ―dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
―¡Papá no se parece a nadie! ―dijo Alice.
―Pero tendrá que parecerse a alguien ―dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.
Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.
MECÁNICA POPULAR
Raymond Carver
Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana ―una ventana abierta a la altura del hombro― que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta y volvió a la sala.
Trae aquí eso, le ordenó él.
Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo tocas, advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina. Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
Suéltalo, dijo.
¡Apártate! ¡Apártate!, gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
No, dijo ella. Le estás haciendo daño al niño.
No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!, gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas. Así, la cuestión quedó zanjada.
COLGADAS Y HÚMEDAS
Laura Massolo
Ahora la voy a llamar. Tengo que avisarle que dejó las medias de Patricio en la soga. O no. No hace falta que la llame por eso. La voy a llamar para decirle que las medias de Patricio en la soga me producen algo extraño; que un par de medias chiquitas, en esta casa, se ven raras. O no. A lo mejor no entiende lo que quiero decirle. A lo mejor piensa que me molesta que se las haya olvidado. A lo mejor no soy capaz de explicarle lo que significa ese par de medias, chiquitas, húmedas, colgadas en la soga, lavadas por mí, que nunca lavé algo tan chiquito, que nunca lavé algo de algo parecido a un hijo.
Primero voy a escribir y después la voy a llamar. A lo mejor escribiendo puedo poner en orden las sensaciones. Voy a escribir desde el principio: desde que vino aquella tarde, tocó el timbre y me dijo soy Adriana. Yo pregunté qué Adriana. Se quedó callada del otro lado de la puerta. Volví a preguntar qué Adriana. Y dijo, como con miedo, la mujer de Gustavo.
Y no le abrí.
La segunda vez vino más decidida. La voz sonaba firme: Ábrame la puerta, por favor, necesito que hablemos. Gustavo vive en Rosario.
En realidad, yo, de ella, sabía poco. Que prácticamente tenía mi edad, que era linda, que trabajaba en la municipalidad, que la casa donde vivían con Gustavo era alquilada. No aceptaba que nadie me contara nada. Gustavo me dejó por ella y basta. Que sean felices, pensé. Y se acabó la historia.
Pero la gente disfruta revolviendo en la vida de los otros. Cada tanto, alguien se acercaba con cualquier excusa y terminaba contándome algo de ellos dos. A lo mejor, realmente, querían consolarme, y se concentraban en los detalles sombríos: que a Gustavo no se lo veía bien, que tomaba, que todas las noches iba al café de la placita, que se comentaba que la mujer no podía tener hijos. Y a mí qué.
Esa segunda vez sí le abrí la puerta. Mal, porque me resultaba horrendo que hubiera tenido el coraje de venir a mi casa. Por otro lado, la curiosidad era más fuerte. La hice pasar a la cocina, como para no darle importancia. Que se sentara, si quería. No le ofrecí nada ni tuve ningún gesto amable. En realidad, estaba temblando. Las dos estábamos temblando.
Empezó con que Gustavo se había ido a vivir a Rosario. Menos mal, pensé, cuando me dejó a mí se alejó menos de veinte cuadras, cuando me dejó a mí siguió paseándose delante de todo el mundo para humillarme más. Después me preguntó si sabía que habían tenido un hijo.
Le contesté que no.
Mentira: lo supe, enseguida. Me lo contaron por teléfono, un llamado anónimo, alguna de mis amigas misericordiosas. Pero le contesté que no para no ceder, para no mostrar mi orgullo herido, para no revelar el desasosiego al que nunca pude acostumbrarme.
Es adoptado, me dijo. Yo no puedo tener hijos. Lo adoptamos cuando tenía tres meses.
Qué bien, le contesté. Me salió ese qué bien mientras se me clavaban dos millones de alfileres.
Es increíble la velocidad que puede tener el pensamiento en un momento de tensión. Esa mujer estaba ahí, sentada en mi cocina, y yo saltaba de un lugar a otro de mi vida como si estuviera viendo una película vertiginosa. La miraba, de repente; la miraba y hacía un juicio implacable de cada uno de sus gestos, de cada uno de sus rasgos: no era linda, no me parecía inteligente, no estaba bien vestida, las ojeras le llegaban al piso, tenía un montón de arrugas y dos centímetros de canas en la raíz de la tintura barata, rojiza, descolorida. Seguramente, era más grande que yo; más flaca, pero sin gracia. La voz se le arrastraba en la garganta, como si la tuviera medio muerta. Y habían adoptado un hijo. Qué bien.
Me miraba, de repente, a mí misma, ahí sentada con esa mujer en la cocina, y escuchaba la cinta grabada que Gustavo me dejó enroscada en la carne: el hijo que no quise tener, los reproches que no se terminaron nunca; la brutalidad, innecesaria pero justa, de llamarme asesina todas las veces que pudo después del aborto, la malicia de asegurar que me abandonaba por no haberme perdonado ese hijo que aborté. Y con ella, qué bien, habían adoptado. Qué bien.
Sacó un atado de cigarrillos de la cartera y me convidó. No quise. Busqué los míos en la mesada y me senté dándole bien la cara. A ella le temblaban las manos. A mí, los ovarios.
Se llama Patricio, agregó, sin que nadie le preguntara nada. Tiene tres años, siguió diciendo. Tal como yo había calculado. Gustavo se fue cuando Patricio tenía menos de dos años, dijo con la misma voz medio muerta.
Abrí la boca. Ya le estaba por decir que a mí me importaba un pito su historia y que si Gustavo se había ido era problema de ellos y que yo no tenía por qué enterarme de cosas que no me interesaban en absoluto. Y de golpe sonrió.
Me indignó esa sonrisa. Decidí que me había equivocado al abrirle la puerta, que la mina estaba dispuesta a joderme. Imaginé que las próximas palabras iban a ser algo parecido a ese “por lo menos, a mí me dejó un hijo”. Con la misma velocidad estaba dispuesta a contestarle cualquier barbaridad.
Patricio es down, un síndrome de down, dijo atrás de la sonrisa. Y atrás de la sonrisa, inmediatamente, vi que los ojos se le habían enrojecido y que la mano que temblaba había hecho un avance por la mesa en dirección a mi mano y cerré la boca y sentí los ojos calientes. Y nada. No me acuerdo. No me quiero acordar.
Toda la tarde hablamos. Lloré sin ningún pudor, ella también lloró. En un momento fue al quiosco y trajo unas galletitas porque en casa no había nada más que mate y tres saquitos de té.
Es verdad que me sentía rara. Igual, me sentía mejor que con las mil horas de terapia, mejor que cuando tomo el Alplax, mejor que cuando salgo con un tipo y me olvido, al menos por un rato, de mi culpa y de mi drama. Y no es que me sintiera feliz mientras hablaba con Adriana. Las dos estábamos tristes y las dos, de alguna manera, estábamos en guardia. Pero me sentía mejor. Y no es que interpretara que en el dolor de esa mujer se consumaba una venganza. Al contrario, me asombraba más aquella paradoja que todo lo que me ensombrecieron todos mis fracasos.
Ella me dijo que Gustavo hablaba horrores de mí. Horrores y horrores; que la palabra asesina, o la palabra hija de puta, eran permanentes. Que cada vez que se le antojaba me mandaba de nuevo al infierno.
Me dijo que Gustavo rezaba, rezaba mucho, sobre todo cuando estaba pasado de vino, y que, en un tiempo, se le dio por ir como voluntario al hogar de niños para liberarse de su propia culpa.
Yo le conté mi parte, brevemente: que me aconsejaron un estudio porque ni bien empezó el embarazo tuve rubéola y que el mismo médico que me atendía insistió muchísimo con el tema de las consecuencias; que él tenía un hijo enfermo, que conocía bien ese calvario.
Le conté que Gustavo lloraba como un loco pero a mí no me abrazaba, no intentaba contenerme. Que me agredió. Que me dijo que había sido una boluda por cuidarle los chicos a mi hermana sin tener en cuenta que podía estar embarazada. Y sentí que me iba a quedar sola desde esa misma noche.
Adriana me contó que Gustavo se la pasaba repitiendo que me suplicó que lo tuviéramos igual, que mi decisión fue unilateral; que hablaba de su papel de sometido, de mi abuso, de su falta de potestad; que decía que él hubiera estado dispuesto a recibir a ese hijo y a quererlo y ayudarlo y todo eso. Y que, en algún momento, al principio, ella misma pensó que yo había sido inhumana y egoísta.
Toda la tarde hablamos.
Ella estaba mejor también. Era como si juntas pudiéramos enlazar los puntos sueltos, los que nos dejaron sin continuidad y sin respuestas. Era como si una corriente, amarga pero apacible, nos calentara las manos mientras el mate andaba ida y vuelta por la mesa.
Le conté que el aborto fue terrible. Que, por supuesto, con nuestras leyes, tuve que recurrir a un lugar espantoso, clandestino. Y que fui sola. Y volví sola. Que me sentí tan culpable que ni siquiera pude contárselo a mi hermana. Que me dolió todo.
Pero que nunca, nunca, ni por un segundo, me arrepentí. Tal vez porque soy más dura, más racional que sensible. Tal vez porque adivinaba que Gustavo prometía cosas que no iba a cumplir. De hecho, todas las noches llegaba tarde, todas las noches medio borracho. Y nuestro matrimonio no era nido para tolerar otros problemas más graves que el mal humor de la mañana, o la falta de plata, o la indolencia de Gustavo para conservar el trabajo.
Ella me confesó que, en ese aspecto, fue mucho más ingenua. Tal vez porque estuvo muy enamorada, tal vez porque la esterilidad la dejó sin ventajas, tal vez por competencia. Claro: cómo no demostrar que era mucho mejor que yo, que la otra, que la hija de puta, la asesina, la que había privado al pobre Gustavo de la dicha de ser padre.
La dicha de ser padre.
Me contó que un día Gustavo llegó del hogar con la novedad del chiquito down que habían abandonado. Claro, otra perversa, como yo. Que la contagió con esa aureola de beatitud, con ese desmedido amor piadoso capaz de redimirlo de la culpa. Que la convenció.
Tres meses tenía Patricio.
Me contó lo que fue su pareja con Gustavo desde entonces. Que no sólo fueron la noche en el café, ni el alcohol. Que aparecieron otras mujeres, y viajes imprevistos, y ausencias inexplicables. Que él no pudo soportar las exigencias, ni mantener el trabajo, ni conseguir otro subsidio, ni aportar nada. Que, al final, ella iba y venía sola con el nene, a todos lados, a la psicoterapeuta, al neurólogo, a hacer los trámites. Entonces los motores de los insultos fueron las obligaciones, eso que él llamaba sometimiento, abuso, falta de libertad. Hasta que hizo una valija y desapareció. Que ahora vive en Rosario, le parece. Que no manda un peso. Que igual, ella se arregla; mal, pero se arregla.
Me dijo que, de todos modos, no está arrepentida de haber adoptado a Patricio. Que una vez que las cosas están, están, y es así. Que tal vez, en mi lugar, hubiera hecho lo mismo, pero fue suficiente verlo, y tocarlo.
Son insólitas estas madres, parecen de hierro, parecen imposibles de quebrarse. Es cierto, a veces se les nota: la ropa, el crecimiento del pelo, las uñas blandas, esas ojeras, todas esas renuncias. Sé que yo no hubiera podido. Conozco mis límites.
Me dijo que es duro, es cierto, pero piensa que por algo le tocó a ella este destino. Me lo dijo hoy, a la tarde, cuando trajo a Patricio para que lo conociera. Me lo dijo mientras tomábamos mate –hoy hice un bizcochuelo– y en un momento nos distrajimos y Patricio se fue al patio, que estaba mojado, y se ensució las medias. Nos dio tanta risa.
Yo se las lavé.
Ahora la voy a llamar.
Realmente, no sé qué voy a decirle. Por algo, esas medias chiquitas, húmedas, ahí colgadas, me hacen bien.
Creo que no tengo nada que decirle.
LAS ÚLTIMAS PALABRAS
José Barnoya
Agonizante, el dictador entreabrió la boca para decir: Perdono a todos y cada uno de mis enemigos, con la única condición de que no asistan a mi entierro.
Pueden quedarse en sus tumbas.
EL ZAR Y LA CAMISA
Lev Tólstoi
Un Zar, hallándose enfermo, dijo:
―¡Daré la mitad de mi reino a quien me cure¡
Entonces todos los sabios se reunieron y celebraron una junta para curar al Zar, mas no encontraron medio alguno.
Uno de ellos, sin embargo, declaró que era posible curar al Zar.
―Si sobre la tierra se encuentra un hombre feliz ―dijo―, quítesele la camisa y que se la ponga el Zar, con lo que éste será curado.
El Zar hizo buscar en su reino a un hombre feliz. Los enviados del soberano se esparcieron por todo el reino, mas no pudieron descubrir a un hombre feliz. No encontraron un hombre contento con su suerte.
El uno era rico, pero estaba enfermo; el otro gozaba de salud, pero era pobre; aquél, rico y sano, quejábase de su mujer; éste de sus hijos; todos deseaban algo.
Cierta noche, muy tarde, el hijo del Zar, al pasar frente a una pobre choza oyó que alguien exclamaba:
―Gracias a Dios he trabajado y he comido bien. ¿Qué me falta?
El hijo del Zar sintiose lleno de alegría; inmediatamente mandó que le llevaran la camisa de aquel hombre, en cambio, había de darse cuanto dinero exigiera.
Los enviados presentáronse a toda prisa en la casa de aquel hombre para quitarle la camisa; pero el hombre feliz era tan pobre, que no tenía camisa.
¡ARRIAD EL FOQUE!
Ana María Shua
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.
AMOR I
Raúl Brasca
A ella le gusta el amor. A mí no. A mí me gusta ella, incluido, claro está, su gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras, muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no la amo a ella. Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos por obra de un sentimiento equívoco y de otro equivocado. Somos felices.
LA SUEÑERA
Ana María Shua
Mi hija usa la misma palabra para llamar a los pies, a los pájaros y a los ombligos. Esto es un pie, hija mía, y no un pájaro, la corrijo con severidad, tomando entre mis manos uno de sus piececitos tibios, palpitantes, alados y cubiertos de plumas.
50 SÁBANAS BLANCAS
Héider Rojas Quesada
—Entre un sol resplandeciente vi tres hileras de 50 o más cuerpos tirados en el suelo, en el parque, cubiertos por sábanas blancas.
—Actores contratados por la Alcaldía.
—¿Actores?
—Representaban la costumbre de matarse.
NOTA DE PRENSA
Hugo Luis Sánchez González
Se informa a la ciudadanía que el horizonte ha desaparecido. Valiéndose de la noche, el enemigo ha obrado de manera pérfida, como nos tiene acostumbrados, y al amanecer nuestras fuerzas han podido constatar a todo lo largo de la isla que ya no existe la línea del horizonte. Si aquellos que nos quieren destruir piensan que con ello van a mellar nuestra fe en el porvenir, ya deberían tener por sabido que a nosotros nada nos asusta, que el futuro nos pertenece por entero, que nuestros principios son indoblegables y que, ante todo, estamos consagrados y somos inmortales. A quienes creyeron que veíamos en el horizonte un símbolo de esperanza, también debemos recordarles que la fe va dentro de nosotros mismos, que nos acompaña como la gloria eterna, que la historia así lo ha confirmado y que ningún espejismo, por real que parezca, nos va a engañar. Y aun más, si pudieron en sólo unas horas borrar el horizonte, con ello no han hecho más que demostrar que el horizonte fue un invento, una patraña para tratar de engatusarnos y confundirnos. Lo que verdaderamente ha ocurrido es que el horizonte jamás existió, fue una quimera que nos inocularon con la finalidad de alocar nuestra brújula y hacernos adictos a las ilusiones. Nosotros permaneceremos firmes, inclaudicables detrás de las trincheras que hemos cavado en el suelo de la Patria y que, por lo tanto, son sagradas. Si ya no hay horizonte, son ellos quienes se lo pierden.
MENTA
Jorge Fernández Era
Nuestro personaje vive en un apartamento del último piso. Merienda un caramelo y arroja al vacío la envoltura tras convertirla en una diminuta esfera. La pelotita cae justo sobre el ojo del conductor de un auto que desvía el rumbo, roza un muro y se araña. El tipo llega malhumorado al hospital a cumplir su faena como cirujano, pica donde no debe a un paciente y lo manda a terapia intensiva. La madre del enfermo se ataca de los nervios y prende candela al almacén del centro hospitalario. Al almacenero se le imputa negligencia, pierde el trabajo, llega a casa y, para descargar su rabia, la emprende a golpes con su inocente mujer, hija de un representante en la ONU. Éste recibe el fax con la noticia minutos antes de arengar contra un país vecino por asuntos de disputas territoriales. En el plenario se exalta y lanza tres palabrotas a la delegación oponente. La nación ofendida, en voz de su Presidente, jura vengar la afrenta y declara la guerra de inmediato. El primer cohete impacta en la azotea del edifico donde reside adivinen quién.
EL POETA Y EL REY
José Antonio Michelena Gutiérrez
En sus primeras composiciones el poeta mencionó al rey sin alabarlo. Fue encarcelado. Pero el monarca ordenó ponerlo en libertad.
En su siguiente trabajo el poeta se refirió a los héroes. Los funcionarios le recordaron que había escrito de batallas sin nombrar al rey. Y eso no estaba bien. Podía volver a la cárcel.
El poeta le cantó al amor. Le dijeron que el amor al rey era lo primero y él lo omitió. Su libertad pendía de un hilo.
Mientras, la fama del poeta crecía. Sus composiciones, aunque sin respaldo de la corona, se conocían en todo el reino.
Cuando el poeta dijo que los mayores enemigos estaban en el reino, fue castigado. Pasó varios meses en la construcción de una muralla; después, cantó las hazañas de los constructores. Su poema se convirtió en himno y fue condecorado.
En lo adelante, cada poema suyo, cualquiera que fuera su tema y tratamiento, triunfaba en todo el reino, e incluso más allá de las murallas. Comenzaron los viajes del poeta.
Entonces compuso un poema laudatorio, el mayor que se le había hecho al soberano.
Y fue ajusticiado.
EL BOCADO DE CADA DÍA
Betuel Bonilla Rojas
Coinciden los Cronistas de Indias en que fray Álvaro del Castillo, el más piadoso de los monjes benedictinos llegados a América luego de Colón, una vez pisó el exuberante y aturdidor suelo de lo que ellos creían las Indias, oró larga y fervorosamente para que a esos seres bajitos, pintarrajeados y de ojos vivaces ―que lo recibieron postrados de rodillas― nunca les faltara el pan necesario de cada día. Agregan los testimonios, con no menos malicia que dolor, que lo último que vieron de fray Álvaro fue su sotana de cañamazo ardiendo en jirones sobre una pira, y las expresiones alegres de varios indios que danzando frenéticos alrededor esperaban que ardiera por completo el alimento sagrado de ese día.
LA MEJOR ACTUACIÓN
Jorge Enrique Alvarado
Agoniza la vieja actriz y una procesión de espectros gravita por su habitación entre familiares y amigos. Son los personajes que, representados a lo largo de su agitada y escandalosa carrera, le atormentan en su delirio final. Hisopo en mano, como espantando murciélagos, el cura procede a sus oficios. Agazapada en un rincón, desde hace rato la muerte mide el zarpaso final. De repente, de entre los esperpentos irrumpe otra muerte, abalanzándose decidida contra la moribunda. La muerte, agazapada, ve disputada su presa, iza su guadaña y le arremete, obligándola en retirada. Pronto regresa a su víctima, quien ya se encuentra de pie recibiendo los aplausos. Tarde, comprende que ha sido engañada por un artificio de página teatral. Castañeteando los dientes, la emponzoñada sale de escena, arrastrando su orgullo a las patadas. Entre tanto, la joven actriz, que saboreando su éxito se deja consentir por su publico, ignora lo cerca que estuvo de su ultima actuación.
Pero la muerte no pierde aunque se equivoque. En un frío pasillo de la tras escena yace tendido el cuerpo sin vida de una muerte de reparto.
EL QUE JADEA
Juan José Millás
Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo al otro lado de la línea.
―¿Quién es? ―pregunté.
―Yo soy el que jadea ―respondió una voz neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
―¿Quién era?
―El que jadea ―dije.
―Habérmelo pasado.
―¿Para qué?
―No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.
―No te importe ―decía―, resopla todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
―No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
―Se lo voy a contar a tu mujer ―respondió en tono de amenaza―. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
―Tampoco es para ponerse así ―dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos―. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame.
―Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
―Se ha ido a misa.
―Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
―¿Quién es? ―preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
―Soy el jadeador ―dije con naturalidad.
―Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
―Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.
REBECA
Ariadna Arias Martínez
A los dieciséis Rebeca será violada en su propia casa. Intentará suicidarse sin conseguirlo. Tendrá que lidiar con el trauma toda su vida. No por mucho tiempo… A los veinticuatro le diagnosticarán una leucemia que la dejará respirar sólo dos años.
En los últimos días Rebeca sentirá lástima de sí. Romperá sus proyectos y dejará de visitar espiritistas. Esperará a quedarse sola para vaciar una botella de alcohol sobre su cuerpo. Correrá encendida hacia la calle. Morirá.
Ya en el ataúd, Rebeca no podrá exhibir su rostro. Se alegrará de que así sea. Escuchará a la gente conversar ante una caja de madera sin la certeza de que ella está dentro.
Pero ahora Rebeca tiene quince años y todavía se divierte jugando a los escondidos. No se percata de la mirada de su hermano. No recuerda que pronto cumplirá dieciséis.
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